martes, 25 de diciembre de 2012

ROLAND BARTHES II




EL GRADO CERO DE LA ESCRITURA (fragmento)

La lengua está más acá de la Literatura. El estilo casi más allá: imágenes, elocución, léxico, nacen del cuerpo y del pasado del escritor y poco a poco se transforman en los automatismos de su arte. Así, bajo el nombre de estilo, se forma un lenguaje autárquico que se hunde en la mitología personal y secreta del autor, en esa hipofísica de la palabra donde se forma la primera pareja de las palabras y las cosas, donde se instalan de una vez por todas, los grandes temas verbales de su existencia. Sea cual fuere su refinamiento, el estilo siempre tiene algo en bruto: es una forma sin objetivo, el producto de un empuje, n de una intención, es como la dimensión vertical y solitaria del pensamiento. Sus referencias se hallan en el nivel de una biología o de un pasado, no de una Historia: es la “cosa” del escritor, su esplendor y su prisión, su soledad. Indiferente y transparente a la sociedad, caminar cerrado de la persona, no es de ningún modo el producto de una elección, de una reflexión sobre la Literatura. Es la parte privada del ritual, se eleva a partir de las profundidades míticas del escritor y se despliega fuera de su responsabilidad. Es la voz decorativa de una carne desconocida y secreta; funciona al modo de una Necesidad, como si, en esa suerte de empuje floral, el estilo sólo fuera el término de una metamorfosis ciega y obstinada, salida de un infra lenguaje que se elabora en el límite de la carne y del mundo. El estilo es propiamente un fenómeno de orden germinativo, la trasmutación de un Humor. De este modo las alusiones del estilo están distribuidas en profundidad: la palabra tiene una estructura horizontal, sus secretos están en la misma línea que sus palabras y lo que esconde se desanuda en la duración de su continuo; en la palabra todo está ofrecido, destinado a un inmediato desgaste, y el verbo, el silencio y su movimiento son lanzados hacia un sentido abolido: es una transferencia sin huella, ni atraso, por el contrario el estilo sólo tiene una dimensión vertical, se hunde en el recuerdo cerrado de la persona, compone su opacidad a partir de cierta experiencia de la materia; el estilo no es sino metáfora, es decir ecuación entre la intención literaria y la estructura carnal del autor (es necesario recordar que la estructura es el residuo de una duración). El estilo es así siempre un secreto; pero la vertiente silenciosa de su referencia no se relaciona con la naturaleza móvil y sin cesar diferida del lenguaje; su secreto es un recuerdo encerrado en el cuerpo del escritor; la virtud alusiva del estilo no es un fenómeno de velocidad, como en la palabra, donde lo que no es dicho, sigue siendo de todos modos un ínterin del lenguaje, sino un fenómeno de densidad, pues lo que se mantiene derecha y profundamente bajo el estilo, reunido dura o tiernamente en sus figuras, son os fragmentos de una realidad absolutamente extraña al lenguaje. El milagro de esta transformación hace del estilo una suerte de operación supra-literaria, que arrastra al hombre hasta el umbral del poder y de la magia, por su origen biológico el estilo se sitúa fuera del arte, es decir, fuera del pacto que liga al escritor con la sociedad. Podemos imaginar por tanto a autores que prefieran la seguridad del arte a la soledad del estilo. La Autoridad del estilo, es decir el lazo absolutamente libre del lenguaje y de su doble carnal, impone al escrito como si fuera un Frescor por encima de la Historia.

El horizonte de la lengua y la verticalidad del estilo dibujan pues, para el escritor, una naturaleza, ya que no elige ni el uno ni el otro. La lengua funciona como una negatividad, el límite inicial de lo posible, es estilo es una Necesidad que anuda el humor del escritor a su lenguaje. Encuentra allí la familiaridad de la historia y aquí la de su propio pasado. En ambos casos se trata realmente de una naturaleza, es decir d una gesticulación familiar, donde sólo la energía es de orden operatorio, que aquí enumera, allí transforma, pero nunca juzga o significa una elección.

Pero toda forma es también valor; por lo que, entre la lengua y el estilo, hay espacio para otra realidad formal: la escritura. En toda forma literaria, existe la elección general de un tono, de un ethos si se quiere, y es aquí donde el escritor se individualiza claramente porque es donde se compromete. Lengua y estilo son antecedentes de toda problemática del lenguaje, lengua y estilo son el producto natural del Tiempo y de la persona biológica; pero la identidad formal del escritor sólo se establece realmente fuera de la instalación de las normas de la gramática y de las constantes del estilo, allí donde lo continuo escrito, reunido y encerrado primeramente en una naturaleza lingüística perfectamente inocente, se va a hacer finalmente un signo total, elección de un comportamiento humano, afirmación de cierto Bien, comprometiendo así al escritor en la evidencia y la comunicación de una felicidad o de un malestar, y ligando la forma a la vez normal y singular de su palabra a la amplia Historia del otro. Lengua y estilo son fuerzas ciegas; la escritura es un acto d solidaridad histórica. Lengua y estilo son objetos; la escritura es una función; es la relación entre la creación y la sociedad, el lenguaje literario transformado por su destino social, la forma captada en su intención humana y unida así a las grandes crisis de la Historia. por ejemplo, Merimée y Fenelon están separados por fenómenos de la lengua y por accidentes de estilo; sin embargo practican un lenguaje cargado de la misma intencionalidad, se refieren a una misma idea de la forma y del fondo, aceptan un mismo orden de convenciones, son el encuentro de los mismos reflejos técnicos, emplean con los mismos gestos, a un siglo y medio de distancia, un instrumento idéntico, sin duda un poco modificado en su aspecto, pero en modo alguno en su situación o en su uso: en suma, tienen la misma escritura. Por el contrario, casi contemporáneos, Merimée y Lautréamont, Mallarmé y Céline, Gide y Queneau, Claudel y Camus, que hablaron o hablan el mismo estado histórico de nuestra lengua, utilizan escrituras profundamente diferentes; todo los separa, el tono, la elocución, el fin, la moral, lo natural de su palabra, de tal modo que la comunidad de época y de lengua es poca cosa en relación con escrituras tan opuestas y definidas por su misma oposición.

En efecto, estas escrituras son distintas pero comparables, porque han sido originadas por un movimiento idéntico: la reflexión del escritor sobre el uso social de su forma y la elección que asume, colocada en el centro de la problemática literaria, que sólo comienza con ella, la escritura es por lo tanto esencialmente la moral de la forma, la elección del área social en el seno de la cual es escritor decide situar la Naturaleza de su lenguaje. Pero esta área social no es de ningún modo la de un consumo efectivo. Para el escritor no se trata de elegir el grupo social para el que escribe; sabe que, salvo por medio de una Revolución, no puede tratarse sino de una misma sociedad. Su elección es una elección de conciencia, no de eficacia. Su escritura es un modo de pensar la Literatura, no de extenderla. O mejor aún: porque el escritor no puede de ningún modo modificar los datos objetivos del consumo literario (estos datos puramente históricos se le escapan, incluso si es consciente de ellos), transporta voluntariamente la exigencia de un lenguaje libre a las fuentes de ese lenguaje y no en el momento de su consumo. Por eso la escritura es una realidad ambigua: por una parte nace, sin duda, de una confrontación del escritor y de su sociedad; por otra, remite al escritor, por una suerte de transferencia trágica, desde esa finalidad social hasta las fuentes instrumentales de su creación. No pudiendo ofrecerle un lenguaje libremente consumido, la Historia le propone la exigencia de un lenguaje libremente producido.

De esta manera la elección, y luego la responsabilidad de una escritura, designan una Libertad, pero esta libertad no tiene los mismos límites en los diferentes momentos de la historia. Al escritor no le está dado elegir su escritura en una especie d arsenal intemporal de formas literarias. Bajo la presión de la Historia y de la Tradición se establecen las posibles escrituras de un escritor dado: hay una Historia de la Escritura; pero esa Historia es doble: en el momento en que la Historia general propone -o impone- una nueva problemática del lenguaje literario, la escritura permanece todavía llena del recuerdo de sus usos anteriores, pues el lenguaje nunca es inocente: las palabras tienen una memoria segunda que se prolonga misteriosamente en medio de las significaciones nuevas. La escritura es precisamente ese compromiso entre una libertad y un recuerdo, es esa libertad recordante que sólo es libertad en el gesto de elección, no ya en su duración. Sin duda puedo hoy elegirme tal o cual escritura, y con ese gesto afirmar mi libertad, pretender un frescor o una tradición; pero no puedo ya desarrollarla en una duración sin volverme poco a poco prisionero de las palabras del otro e incluso de mis propias palabras. Una obstinada remanencia, que llega de todas las escrituras precedentes y del pasado mismo de mi propia escritura, cubre la voz presente de mis palabras. Toda huella escrita se precipita como un elemento químico, primero transparente, inocente y neutro, en el que la simple duración hace aparecer poco a poco un pasado en suspensión, una criptografía cada vez más densa.

Como Libertad, la escritura es sólo un momento, pero ese momento es uno de los más explícitos de la Historia, ya que la Historia es siempre y ante todo una elección y los límites de esa elección. Y porque la escritura deriva de un gesto significativo del escritor, roza la historia más sensiblemente que cualquier otro corte de la literatura. La unidad de la escritura clásica, homogénea durante siglos, la pluralidad de las escrituras modernas, multiplicadas desde hace cien años hasta el límite mismo del hecho literario, esa forma de estallido de la escritura francesa, corresponde a una gran crisis de la Historia total, visible de modo mucho más confuso en la Historia literaria propiamente dicha. Lo que separa el “pensamiento” de un Balzac del de un Flaubert, es una variación de escuela; lo que opone sus escrituras es una ruptura esencial, en el instante mismo en que dos estructuras económicas se imbrican, arrastrando en su articulación cambios decisivos de mentalidad y de conciencia.



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