sábado, 2 de julio de 2016

IVES BONNEFOY



ENTREVISTA a YVES BONNEFOY
Por Octavi Marti

Marti: Usted ha dicho que el gran vehículo de la poesía es la confianza, primero en el otro, luego en la palabra. Su obra está muy marcada por la voluntad de renovar las relaciones con el mito y lo arcaico. ¿Se trata de un deseo de retomar la palabra original, liberada de adherencias de todo tipo?

Bonnefoy: Es cierto que desde siempre me he interesado por el mito. Hace dos décadas coordiné el trabajo de historiadores y analistas franceses de los mitos en un Diccionario de las mitologías concebido como una encuesta sobre la naturaleza de los mitos y su razón de ser. Pero no por ello creo que el futuro de la sociedad -o el futuro del espíritu, pues no quiero separarlo de aquélla- sea, como creía ese gran pensador del surrealismo que fue André Breton, la creación de un nuevo mito en el seno del cual las necesidades humanas puedan establecer una dialéctica y armonizarse. Tal y como demuestran los estudios de las más opuestas sociedades, los mitos son siempre el resultado de múltiples componentes, muchos de ellos impensados, es decir, fruto de confusiones y errores en la apreciación de las situaciones de la vida. Lo que vale es la razón, el trabajo de la razón, el análisis de esas estructuras complejas o de los deseos y las ambiciones de poder de grupos particulares que se ocultan tras seudoverdades. A partir de ahí es posible separar de toda esa amalgama la forma natural de intercambio viable entre las personas, aquella que mejor garantiza la supervivencia de la humanidad.

M: El tópico quiere que el poeta no profese el culto a la razón.

B: Desde el momento mismo en que emito reservas respecto al instrumento conceptual puede creerse que no soy amigo de la razón, que prefiero el juego libre de la imaginación, tal y como ésta aparece implicada en acciones y acontecimientos concretos de nuestra existencia. No es el caso. Pienso todo lo contrario: que la razón es el único motor concebible del posible progreso humano. ¿Por qué? Porque es capaz de deducir de la realidad empírica formulaciones que todos debemos aceptar, es decir, el mundo de la ciencia. Y, sin embargo, para llegar a esas formulaciones necesita reducir lo que estudia al estatuto de cosa, lo que hace de los objetos de su atención -y también de nosotros- entidades que parecen manipulables y que nuestro deseo querrá poseer, consumir, diría yo. De ahí que nuestra voluntad se vea destinada a perseguir lo irreal, a empantanarse en quimeras, a perderse en lo fantasmal. El pensamiento conceptual, cuando no es ciencia pura, se ve entorpecido por fantasmas que contribuyen a encerrar cada persona en su soledad y a empobrecer el gran intercambio posible.

M: Pero  ¿Cuál es el papel de la poesía en el proceso que describe?

B: Es en nombre de la poesía como hay que luchar contra esos fantasmas que empañan el pensamiento, contra esa confusión de la mente ocupada por motivaciones egoístas e inconscientes. La razón, que sabe que un gato es un gato y que dos y dos suman cuatro, nos permite ver de manera más directa cuáles son las necesidades humanas en este mundo. Para mí, la poesía es lo que libera la acción de hipótesis falsas, de representaciones que también lo son y en las que se pierde la palabra. La poesía hace que pasemos del espíritu de posesión, impulsor de equívocos y guerra, al deseo de participación simple y directa en el mundo.

M: Su manera de referirse a la razón remite a esa idea de Adorno sobre la imposibilidad de hacer poesía después de Auschwitz. Para usted es la filosofía y no la poesía la que debiera tener dudas sobre su viabilidad...

B: Es verdad, esa frase de Adorno repetida aquí y allá se me antoja incomprensible, salvo que ese filósofo de la creación artística no llegara nunca a comprender lo que es la poesía. En resumen, puede que Adorno creyese, banalmente, que la poesía consiste en soñar que el mundo es hermoso y que el hombre y la mujer son bondadosos en medio de un mundo maravilloso, es decir, algo que ha sido cruelmente desmentido por los campos de exterminio. Esas ilusiones volatilizadas, y que no hay por qué poner en circulación de nuevo, eran imaginaciones que la filosofía hubiera debido hacer imposibles a través de una crítica atenta a las trampas en que puede caer el pensamiento conceptual. Si los poetas se han dejado llevar a lo largo de la historia hacia el terreno de las ensoñaciones idealizantes y, por consiguiente, falaces, se debe en parte a que la tradición filosófica occidental tampoco ha sabido liberarse antes de sus quimeras y creencias injustificadas. Pero todos los grandes autores, como Leopardi o Mallarmé, han sido espíritus lúcidos. La poesía, como tal, no se ve cuestionada por Auschwitz. ¿Qué es la poesía? Es aquello que quiere liberar las relaciones entre los hombres de los prejuicios, ideologías y quimeras que los empobrecen. La poesía quiere garantizar un futuro a esa palabra exigente que las ideologías detestan y que el nazismo quiso destruir para siempre. Renunciar a la poesía tras los campos de exterminio sería admitir la victoria de estos últimos.

M: El centro de interés de su obra aparece muy alejado de lo que se ha dado en llamar la "realidad del momento". Según usted, ¿qué relación debe existir entre la poesía o el arte y la realidad?

B:. ¿Es verdad que me intereso poco por la "realidad del momento"? Me lo han dicho otras veces, pero no es así como percibo mi relación con el presente de la sociedad y del mundo. De hecho, nada me preocupa más que la situación en que se ha colocado la humanidad y que se me antoja desastrosa. Somos responsables de peligros inmensos que apenas percibimos. ¿Hace falta que los enumere? El rápido deterioro de las condiciones climáticas, la transformación -que ahora parece fatal- de lo que hubiera podido ser un paraíso en un desierto azotado por vientos irrespirables y que se baña en mares hoy estériles es uno de ellos, como lo es la miseria que destruye una humanidad también amenazada por ideologías perniciosas, ninguna de las cuales tiene ni siquiera en cuenta el futuro inmediato del planeta. Añadamos al panorama el deambular de esa multitud ignorante y salvaje de turistas que oculta con su presencia los más bellos vestigios del pasado... En fin, prefiero no seguir para no dar la sensación de ser un pesimista cuando no lo soy o no quiero serlo. En efecto, por amenazadores que sean los nubarrones que se acumulan en nuestro horizonte común, una evidencia subsiste: la permanencia de la palabra. El simple animal que somos -y que en tantos aspectos seguimos siendo- ha introducido en la tierra, en el espacio ciego, inconsciente, del propio ser, de la materia, el lenguaje, y ésa es la vía que, aunque también sirve de cauce a lo peor, nos ofrece una oportunidad de salvación. Tenemos que confiar en el lenguaje.

M: El lenguaje está pues en el centro de su reflexión y de su manera de estar en el mundo.

B: La esperanza que deposito en el lenguaje es la que hace que parezca que no me intereso por los problemas contemporáneos. Mi reflexión, mi trabajo, consiste en dar prioridad a todo lo que puede ayudar de manera más radical y directa a mejorar la situación: no ataco los conflictos o debates del momento, uno a uno, sino que he optado por ir a buscar la raíz del mal: el desastroso empleo que nuestra modernidad hace del lenguaje. Obnubilados como estamos por el desarrollo del conocimiento científico -que, como tal, es admirable- y prisioneros como somos de las aportaciones tecnológicas -que pone más y más distancia entre nosotros y la experiencia de la realidad natural-, hoy sólo pensamos y hablamos de manera conceptual, es decir, sirviéndonos de nociones y representaciones generales, que nada saben del tiempo, que nos hacen olvidar nuestra condición de mortales, que nos impiden comprender el valor fundamental del instante vivido, que nos alejan de los demás seres, unos seres que sustituimos por la idea abstracta que nos hacemos de la humanidad y de cada uno en particular. Resumiendo: perdemos contacto tanto con la profundidad del lugar que ocupamos en la tierra como con la dignidad de las demás personas. Ésa es la maldición que acompaña nuestra palabra.

M: El término "maldición" sugiere fatalismo...

B: ¡Es una maldición contra la que se puede luchar! En los poemas encontramos palabras, sonidos y ritmos que permiten escapar a ese encadenamiento conceptual que monopoliza nuestro discurso cotidiano. Es una manera de reabrir el espíritu a una comprensión más inmediata y plena de la existencia. Ese recurrir a una música elemental, original, esa implicación del cuerpo en el ejercicio de la palabra, pone en evidencia nuestras auténticas necesidades de seres que viven en el azar y el tiempo, en la finitud. Ello no significa que baste para poner fin a las contradicciones y a los conflictos en los que anda empantanada la humanidad, pero sí sirve para separar, para devolver su pureza a la única corriente que, a la larga, puede hacer florecer de nuevo la realidad. Debido al temor que siento ante el futuro de la sociedad humana es por lo que estimo necesario que, al menos unos pocos de entre nosotros, nos ocupemos y tengamos como prioridad la investigación poética de lo inmediato a través de las palabras, aunque parezca que nos desentendemos de los aspectos cotidianos del devenir histórico, en el plano político por ejemplo, el cual -créame usted- está en el centro de mis preocupaciones cuando, cada mañana, escucho las tristes noticias de estos años. Es en el nivel fundamental de la relación con las palabras, en el seno de significaciones que ocultan la plenitud de las cosas, donde hay que comenzar la lucha contra la violencia y la injusticia. Se trata de cuestionar, no los poderes del concepto, sino su tendencia a limitarse a unas representaciones del mundo autosuficientes, que se olvidan de nuestras necesidades de mortales.

M: Ese culto a la palabra es indisociable de su actividad como traductor de Shakespeare y de otros poetas. ¿Qué le aporta de específico la traducción?

B: Es una actividad específicamente poética. En efecto, traducir no es igual que leer. Cuando se lee se está obligado a ir relativamente deprisa, es imposible dedicarse a un intercambio con detenimiento con el autor de la obra. Y si se quiere profundizar ese intercambio a través de la reflexión crítica, entonces se escribe un análisis de la obra, un ensayo, es decir, hay que embarcarse en ese pensamiento conceptual que priva, tal y como he intentado explicar antes, de la intuición poética, la del otro ser humano como presencia en el absoluto de un instante compartido. El traductor tiene, sin embargo, otras obligaciones que pueden constituir una gran fortuna, pues si por un lado está obligado a ceñirse al menor detalle de los textos, a conocer todos sus aspectos, aunque le obligue a dedicar a ello largos momentos de su vida, estableciendo así con el poeta que traduce una relación de tú a tú fundada en la búsqueda de la verdad, una relación verdaderamente íntima que no tiene equivalente en nuestras vidas, pues la relación amorosa no es necesariamente lúcida, por otro lado, en la medida en que traduce -dentro de lo posible- poemas por otros poemas, puede realizar ese acercamiento al otro a través de esos sonidos y ritmos que constituyen la escritura poética, una escritura que trasciende desde el interior mismo de las palabras a su condición de meros conceptos y permite comprender una trascendencia parecida en el poeta traducido. Y esto es tanto más enriquecedor cuanto que la interrelación de conceptos entre un idioma y otro es distinta. Ello sugiere al traductor que debe considerar esas interrelaciones relativas y no absolutas y darse cuenta de que la mirada conceptual no aborda la totalidad de nuestra práctica del mundo. El traductor, de entrada, vive una experiencia auténticamente poética. Su propio proyecto le prepara para revivir la poesía que ha escogido traducir.



(Entrevista aparecida en Babelia, suplemento cultural del diario El País en enero, 2004)