domingo, 9 de agosto de 2020

PAUL AUSTER

 

DISCURSO ANTE EL PREMIO "PRÍNCIPE DE ASTURIAS


No sé por qué me dedico a esto. Si lo supiera, probablemente no tendría necesidad de hacerlo. Lo único que puedo decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal necesidad desde los primeros tiempos de mi adolescencia. Me refiero a escribir, y en especial a la escritura como medio para narrar historias, relatos imaginarios que nunca han sucedido en eso que denominamos mundo real. Sin duda es una extraña manera de pasarse la vida: encerrado en una habitación con la pluma en la mano, hora tras hora, día tras día, año tras año, esforzándose por llenar unas cuartillas de palabras con objeto de dar vida a lo que no existe, salvo en la propia imaginación. ¿Y por qué se empeñaría alguien en hacer una cosa así? La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa.

Esa necesidad de hacer, de crear, de inventar es sin duda un impulso humano fundamental. Pero ¿con qué objeto? ¿Qué sentido tiene el arte, y en particular el arte de narrar, en lo que llamamos mundo real? Ninguno que se me ocurra; al menos desde el punto de vista práctico. Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento. Un libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima. Un libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra. Hay quien cree que una apreciación entusiasta del arte puede hacernos realmente mejores: más justos, más decentes, más sensibles, más comprensivos. Y quizá sea cierto; en algunos casos, raros y aislados. Pero no olvidemos que Hitler empezó siendo artista. Los tiranos y dictadores leen novelas. Los asesinos leen literatura en la cárcel. ¿Y quién puede decir que no disfrutan de los libros tanto como el que más?

En otras palabras, el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. Hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo. Piénsese en el esfuerzo que supone, en las largas horas de práctica y disciplina que se necesitan para ser un consumado pianista o bailarín. Todo ese trabajo y sufrimiento, los sacrificios realizados para lograr algo que es total y absolutamente inútil.

La narrativa, sin embargo, se halla en una esfera un tanto diferente de las demás artes. Su medio es el lenguaje, y el lenguaje es algo que compartimos con los demás, común a todos nosotros. En cuanto aprendemos a hablar, empezamos a sentir avidez por los relatos. Los que seamos capaces de rememorar nuestra infancia recordaremos el ansia con que saboreábamos el cuento que nos contaban en la cama, el momento en que nuestro padre, o nuestra madre, se sentaba en la penumbra junto a nosotros con un libro y nos leía un cuento de hadas. Los que somos padres no tendremos dificultad en evocar la embelesada atención en los ojos de nuestros hijos cuando les leíamos un cuento. ¿A qué se debe ese ferviente deseo de escuchar? Los cuentos de hadas suelen ser crueles y violentos, describen decapitaciones, canibalismo, transformaciones grotescas y encantamientos maléficos. Cualquiera pensaría que esos elementos llenarían de espanto a un crío; pero lo que el niño experimenta a través de esos cuentos es precisamente un encuentro fortuito con sus propios miedos y angustias interiores, en un entorno en el que está perfectamente a salvo y protegido. Tal es la magia de los relatos: pueden transportarnos a las profundidades del infierno, pero en realidad son inofensivos.

Nos hacemos mayores, pero no cambiamos. Nos volvemos más refinados, pero en el fondo seguimos siendo como cuando éramos pequeños, criaturas que esperan ansiosamente que les cuenten otra historia, y la siguiente, y otra más. Durante años, en todos los países del mundo occidental, se han publicado numerosos artículos que lamentan el hecho de que se leen cada vez menos libros, de que hemos entrado en lo que algunos llaman la "era posliteraria". Puede que sea cierto, pero de todos modos no ha disminuido por eso la universal avidez por el relato. Al fin y al cabo, la novela no es el único venero de historias. El cine, la televisión y hasta los tebeos producen obras de ficción en cantidades industriales, y el público continúa tragándoselas con gran pasión. Ello se debe a la necesidad de historias que tiene el ser humano. Las necesita casi tanto como el comer, y sea cual sea la forma en que se presenten -en la página impresa o en la pantalla de televisión-, resultaría imposible imaginar la vida sin ellas.

De todos modos, en lo que respecta al estado de la novela, al futuro de la novela, me siento bastante optimista. Hablar de cantidad no sirve de nada cuando nos referimos a los libros; porque no hay más que un lector, sólo un lector en todas y cada una de las veces. Lo que explica el particular influjo de la novela, y por qué, en mi opinión, nunca desaparecerá como forma literaria. La novela es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad. Me he pasado la vida entablando conversación con gente que nunca he visto, con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta el día en que exhale mi último aliento.

Nunca he querido trabajar en otra cosa.


(traducción: Celia Valdelomar)

JACOBO FIJMAN

 

LAUTRÉAMONT por FIJMAN


"El Conde de Lautréamont era un loco perverso. Yo leí su obra y supe de su vida viviendo en el Uruguay. ¡Que hombre pésimo! Se había entregado a los vicios y hacía con ellos poesía. Era un monstruo. Sólo en él había locura, la del lobo que roe la frente. Nerval en cambio era bueno. Pero se ahorcó de un farol. Le gustaban las manzanas. Lautréamont y Artaud me angustian. Su psicología es la de los vagos Yo estaba atraído a ser como ellos, pero me salvé con la misa y los libros santos.


Mi creencia de que la poesía es la posibilidad del hombre para vencer el miedo a la locura y a la muerte surgió tras la lectura de Los cantos de Maldoror (del conde de Lautréamont). Diría más, un secreto que he mantenido hasta hoy. Yo, a pesar de todo, quiero al conde de Lautréamont. El me conoce. Como juez he tenido que verlo. Tenía ojos celestes de gato. Alto, varios metros. La piel azul y las manos huesudas. No hizo en su corta vida con su obra otra cosa que mostrar su desesperada necesidad de amar. Exaltaba el mal porque no soportaba la hipocresía del bien. Me pidió que no lo olvidara, que intercediera por él ante Dios, que es mi amigo. Hace un tiempo nos encontramos en otra región. El estaba como despojándose del sueño, con agua y con algas, pero no con peces. Los peces se habían ido. Se mantenía muy quieto, acostado en el mar. Yo caminaba sobre las aguas y lo llamé: -Lautréamont, Lautréamont, le dije, -soy Fijman."


(Jacobo Fijman - Poeta en el hospicio)

ENRIQUE MOLINA

 

El poema, ese demonio de la insatisfacción permanente


A lo largo de mi vida, en esta sucesión de etapas signadas por los vaivenes de la pasión y por el esplendor de la tierra, la poesía se ha ordenado y nacido –para mí- a partir del asombro de cada instante, más que de la adhesión a una poética determinada. He esperado de ella que hiciera posible esa difícil conjunción del paisaje interior con el afuera, del verbo con el acaecer; una instancia de encuentro, en fin, entre la palabra y los días, entre la realidad de la conciencia y la tierra, donde está presente el universo despierto, iluminado, tenso y asombrado de hombres y mujeres, de pájaros y batracios, de hormigas y palmeras, de cuanto he conocido en varias y sustantivas dimensiones.


La poesía no puede ser otra cosa que un diálogo abisal entablado entre el ser y el mundo, entre el interior y los datos de los sentidos volcados al espectáculo de una realidad palpable y deslumbrante. El poema es el signo de ese diálogo y sólo puede comprendérselo como una experiencia vital irrenunciable, como expresión del torbellino de la emoción y el deseo, y sobre todo de la energía profunda que él mismo engendra: el demonio de la insatisfacción permanente. Sobre estos elementos he intentado elaborar una forma particular de expresión, que quizás no ha sido otra cosa que una manera de vivir, una praxis determinada del poema. A ese reverbero de una aventura sin solución me he sometido siempre y también a él obedece lo que más estimo en la poesía: su orden terrestre, su sabiduría trascendente, su rostro misterioso y translúcido.


Antes de reflexionar sobre la poesía, sobre la razón de su incandescente existencia, el hombre efectúa un ejercicio y un práctica de ella. Así, la poesía es una forma de conocimiento, pero a condición de ser simultáneamente la más desesperada tentativa de salvación de nuestras raíces esenciales. Una poética, a mi juicio, es ente todo una expresión del ser, y la que pudiera estar implícita en mi obra, se me revelado a medida que ésta se ahondaba y construía. Como en el mito de Tántalo, todos los dones están a nuestro alcance,  pero se fugan y retroceden a medida que estamos por aprehenderlos; su realidad es siempre el hambre, la carencia, pero paradójicamente presente en la maravillosa plenitud del mundo. Pues el mundo es de naturaleza tantálica y extrañamente ambiguo. Al mismo tiempo que exalta la belleza, el caos de los vínculos y los afectos, el deslumbramiento ante todos los seres, una mosca o una aventura impía, integra también en cada latido la negación y la muerte. Quizás por ello, y para repetirme, llamo poética a ese gran horizonte del deseo.