martes, 25 de junio de 2013

JULIO CORTÁZAR




ALEGRÍA DEL CRONOPIO

Encuentro de un cronopio y un fama en la liquidación de la tienda La
Mondiale.
—Buenas tardes, fama. Tregua cátala espera.
—¿Cronopio cronopio?
—Cronopio cronopio.
—¿Hilo?
—Dos, pero uno azul.
El fama considera al cronopio. Nunca hablará hasta no saber que sus palabras son las que convienen, temeroso de que las esperanzas siempre alertas no se deslicen en el aire, esos microbios relucientes, y por una palabra equivocada invadan el corazón bondadoso del cronopio.
—Afuera llueve —dice el cronopio—. Todo el cielo.
—No te preocupes —dice fama—. Iremos en mi automóvil. Para
proteger los hilos.
Y mira el aire, pero no ve ninguna esperanza, y suspira satisfecho.
Además, le gusta observar la conmovedora alegría del cronopio, que sostiene contra su pecho los dos hilos —uno azul— y espera ansioso que el fama lo invite a subir a su automóvil.

. TRISTEZA DEL CRONOPIO

A la salida del Luna Park un cronopio advierte que su reloj atrasa, que su reloj atrasa, que su reloj. Tristeza del cronopio frente a una multitud de famas que monta Corrientes a las  once y veinte y él, objeto verde y húmedo, marcha a las once y cuarto. Meditación del cronopio: «Es tarde, pero menos tarde para mí que para los famas, para los famas es cinco minutos más tarde, llegarán a sus casas más tarde, se acostarán más tarde.
Yo tengo un reloj con menos vida, con menos casa y menos acostarme, yo soy un cronopio desdichado y húmedo.» Mientras toma café en el Richmond de Florida, moja él cronopio una tostada con sus lágrimas naturales.

EL CANTO DE LOS CRONOPIOS

Cuando los cronopios cantan sus canciones preferidas, se entusiasman de tal manera que con frecuencia  se dejan atropellar por camiones y ciclistas, se caen por la ventana, y pierden lo que llevaban en los bolsillos y hasta la cuenta de los días.
Cuando un cronopio canta, las esperanzas y los famas acuden a
escucharlo aunque no comprenden mucho su arrebato y en general se muestran algo escandalizados. En medio del corro el cronopio levanta sus bracitos como si sostuviera el sol, como si el cielo fuera una bandeja y el sol la cabeza del Bautista, de modo que la canción del cronopio es Salomé desnuda danzando para los famas  y las esperanzas que están ahí boquiabiertos y preguntándose si el señor cura, si las conveniencias. Pero como en el fondo son buenos (los famas son buenos y las esperanzas bobas), acaban aplaudiendo al cronopio, que se recobra sobresaltado, mira en torno y se pone también a aplaudir, pobrecito.

HISTORIA

Un cronopio pequeñito buscaba la llave de la puerta de calle en la mesa de luz, la mesa de luz en el dormitorio, el dormitorio en la casa, la casa en la calle. Aquí se detenía el cronopio, pues para salir a la calle precisaba la llave de la puerta.

EUGENESIA

Pasa que los cronopios no quieren tener hijos, porque lo primero que hace un cronopio recién nacido es insultar groseramente a su padre, en quien oscuramente ve la acumulación  de desdichas que un día serán las suyas.
Dadas estas razones, los cronopios acuden a los famas para que fecunden a sus mujeres, cosa que los famas están siempre dispuestos a hacer por tratarse de seres libidinosos. Creen además que en esta forma irán minando la superioridad-moral de  los cronopios, pero se equivocan torpemente pues los cronopios educan a sus hijos a su manera, y en pocas semanas les quitan toda semejanza con los famas.

TERAPIAS

Un cronopio se recibe de médico y  abre un consultorio en la calle
Santiago del Estero. En  seguida viene un enfermo  y le cuenta cómo hay cosas que le duelen y cómo de noche no duerme y de día no come.
—Compre un gran ramo de rosas —dice el cronopio.
El enfermo se retira sorprendido,  pero compra el  ramo y se cura
instantáneamente. Lleno de gratitud acude al cronopio, y además de pagarle le obsequia, fino testimonio, un hermoso ramo de rosas. Apenas se ha ido el cronopio cae enfermo, le duele por todos lados, de noche no duerme y de día no come.

SUS HISTORIAS NATURALES

FLOR Y CRONOPIO
Un cronopio encuentra una flor  solitaria en medio de los campos.
Primero la va a arrancar, pero piensa que es una crueldad inútil y se pone de rodillas a su lado y juega alegremente con la flor, a saber: le acaricia los pétalos, la sopla para que baile, zumba como una abeja, huele su perfume, y finalmente se acuesta debajo de la  flor y se duerme envuelto en una gran paz. La flor piensa:   «Es como una flor.»

FAMA Y EUCALIPTO
Un fama anda por el bosque y aunque no necesita leña mira codiciosamente los árboles. Los árboles tienen un miedo terrible porque conocen las costumbres de los famas y temen lo peor. En medio de todos está un eucalipto hermoso, y el fama al verlo da un grito de alegría y baila tregua y baila cátala en torno del perturbado eucalipto, diciendo así:
—Hojas antisépticas, invierno con salud, gran higiene.
Saca un hacha y golpea al  eucalipto en el estómago, sin importársele nada. El eucalipto gime, herido de muerte, y los otros árboles oyen que dice entre suspiros: —Pensar que este imbécil no tenía más que comprarse unas pastillas Váida.

TORTUGAS Y CRONOPIOS
Ahora pasa que las tortugas son grandes admiradoras de la velocidad, como es natural.
Las esperanzas lo saben, y no se preocupan.
Los famas lo saben, y se burlan.
Los cronopios lo saben, y cada vez que encuentran una tortuga, sacan la caja de tizas de colores y sobre la redonda pizarra de la tortuga dibujan una golondrina.

miércoles, 19 de junio de 2013

FELISBERTO HERNÁNDEZ




EL VESTIDO BLANCO

I
Yo estaba del lado de afuera del balcón. Del lado de adentro, estaban abiertas las dos hojas de la ventana y coincidían muy enfrente una de otra. Marisa estaba parada con la espalda casi tocando una de las hojas. Pero quedó poco en esta posición porque la llamaron de adentro. Al poco Marisa salía, no sentí el vacío de ella en la ventana. Al contrario. Sentí como que las hojas se habían estado mirando frente a frente y que ella había estado de más. Ella había interrumpido ese espacio simétrico llena de una cosa fija que resultaba de mirarse las dos hojas.


II

Al poco tiempo yo ya había descubierto lo más primordial y casi lo único en el sentido de las dos hojas: las posiciones, el placer de las posiciones determinadas y el dolor de violarlas. Las posiciones de placer eran solamente dos: cuando las hojas estaban enfrentadas simétricamente y se miraban fijo, y cuando estaban totalmente cerradas y estaban juntas. Si algunas veces Marisa echaba las hojas para atrás y pasaban el límite de enfrentarse, yo no podía dejar de tener los músculos en tensión. En ese momento creía contribuir con mi fuerza a que se cerraran lo suficiente hasta quedar en una de las posiciones de placer: una frente a la otra. De lo contrario me parecía que con el tiempo se les sumaría un odio silencioso y fijo del cual nuestra conciencia no sospechaba el resultado.


III

Los momentos más terribles y violadores de una de las posiciones de placer, ocurrían algunas noches al despedirnos.
Ella amagaba a cerrar las ventanas y nunca terminaba de cerrarlas. Ignoraba esa violenta necesidad física que tenían las ventanas de estar juntas ya, pronto, cuanto antes.
En el espacio oscuro que aún quedaba entre las hojas, calzaba justo la cabeza de Marisa. En la cara había una cosa inconsciente e ingenua que sonreía en la demora de despedirse. Y eso no sabía nada de esa otra cosa dura y amenazantemente imprecisa que había en la demora de cerrarse.


IV

Una noche estaba contentísimo porque entré a visitar a Marisa. Ella me invitó a ir al balcón. Pero tuvimos que pasar por el espacio entre esos lacayos de ventanas. Y no sabía qué pensar de esa insistente etiqueta escuálida. Parecía que pensarían algo antes de nosotros pasar y algo después de pasar. Pasamos. Al rato de estar conversando y que se me había distraído el asunto de las ventanas, sentí que me tocaban en la espalda muy despacito y como si me quisieran hipnotizar. Y al darme vuelta me encontré con las ventanas en la cara. Sentí que nos habían sepultado entre el balcón y ellas. Pensé en saltar el bacón y sacar a Marisa de allí.


V

Una mañana estaba contentísimo porque nos habíamos casado. Pero cuando Marisa fue a abrir un roperito de dos hojas sentí el mismo problema de las ventanas, de la abertura que sobraba. Una noche Marisa estaba fuera de la casa. Fui a sacar algo del roperito y en el momento de abrirlo me sentí horriblemente actor en el asunto de las hojas. Pero lo abrí. Sin querer me quedé quieto un rato. La cabeza también se me quedó quieta igual que las cosas que habían en el ropero, y que un vestido blanco de Marisa que parecía Marisa sin cabeza, ni brazos, ni piernas.

miércoles, 12 de junio de 2013

MICHEL FOUCAULT




EL ORDEN DEL DISCURSO

En el discurso que hoy debo pronunciar, y en todos aquellos que, quizás durante años, habré de pronunciar aquí, hubiera preferido poder deslizarme subrepticiamente. Más que tomar la palabra, hubiera preferido verme envuelto por ella y transportado más allá de todo posible inicio. Me hubiera gustado darme cuenta de que en el momento de ponerme a hablar ya me precedía una voz sin nombre desde hacía mucho tiempo: me habría bastado entonces con encadenar, proseguir la frase, introducirme sin ser advertido en sus intersticios, como si ella me hubiera hecho señas quedándose, un momento, interrumpida. No habría habido por tanto inicio; y en lugar de ser aquel de quien procede el discurso, yo sería más bien una  pequeña laguna en el azar de su desarrollo, el punto de su desaparición posible. 

Me habría gustado que hubiese detrás de mí (habiendo tomado desde hace tiempo la palabra, repitiendo de antemano todo cuanto voy a decir) una voz que hablase así: «Hay que continuar, no puedo continuar, hay que decir palabras mientras las haya, hay que decirlas hasta que me encuentren, hasta el momento en que me digan —extraña pena, extraña falta, hay que continuar, quizás está ya hecho, quizás ya me han dicho, quizás me han llevado hasta el umbral de mi historia, ante la puerta que se abre ante mi historia; me extrañaría si se abriera». 

Pienso que en mucha gente existe un deseo semejante de no tener que empezar, un deseo semejante de encontrarse, ya desde el comienzo del juego, al otro lado del discurso, sin haber tenido que considerar desde el exterior cuanto podía tener de singular, de temible, incluso quizás de maléfico. A este deseo tan común, la institución responde de una manera irónica, dado que devuelve los comienzos solemnes, los rodea de un círculo de atención y de silencio y les impone, como queriendo distinguirlos desde lejos, unas formas ritualizadas. 

El deseo dice: «No querría tener que entrar yo mismo en este orden azaroso del discurso; no querría tener relación con cuanto hay en él de tajante y decisivo; querría que me rodeara como una transparencia apacible, profunda, indefinidamente abierta, en la que otros responderían a mi espera, y de la que brotarían las verdades, una a una; yo no tendría más que dejarme arrastrar, en él y por él, como algo abandonado, flotante y dichoso». Y la institución responde: «No hay por qué tener miedo de empezar; todos estamos aquí para mostrarte que el discurso está en el orden de las leyes, que desde hace mucho tiempo se vela por su aparición; que se le ha preparado un lugar que le honra pero que le desarma, y que, si consigue algún poder, es de nosotros y únicamente de nosotros de quien lo obtiene». 

Pero quizás esta institución y este deseo no son otra cosa que dos réplicas opuestas a una misma inquietud: inquietud con respecto a lo que es el discurso en su realidad material de cosa pronunciada o escrita; inquietud con respecto a esta existencia transitoria destinada sin duda a desaparecer, pero según una duración que no nos pertenece, inquietud al sentir bajo esta actividad, no obstante cotidiana y gris; poderes y peligros difíciles de imaginar; inquietud al sospechar la existencia de luchas, victorias, heridas, dominaciones, servidumbres, a través de tantas palabras en las que el uso, desde hace tanto tiempo, ha reducido las asperezas. 
Pero, ¿qué hay de peligroso en el hecho de que las gentes hablen y de que sus discursos proliferen indefinidamente? ¿En dónde está por tanto el peligro?

miércoles, 5 de junio de 2013

JORGE LUIS BORGES II




CREDO DE POETA (fragmentos)

" Recuerden que los gnósticos decían que la única manera de librarse de un pecado era cometerlo, porque después uno se arrepentía. En lo que se refiere a la literatura, esencialmente tenían razón. Si he alcanzado la felicidad de escribir cuatro o cinco páginas tolerables después de escribir quince volúmenes intolerables, logré esa proeza no sólo a través de muchos años sino también gracias al método de la tentativa y el error. Creo que no he cometido todos los errores posibles porque los errores son innumerables, pero sí muchos de ellos. Por ejemplo, yo empecé, como la mayoría de los jóvenes, creyendo que el verso libre era más fácil que las formas sujetas a reglas. Hoy estoy casi seguro de que el verso libre es mucho más difícil que las formas medidas y clásicas. La prueba -si es necesaria- es que la literatura comienza con el verso. Supongo que la explicación podría ser que una vez que se desarrolla un modelo -un modelo de rimas, de asonancias, de aliteraciones, de sílabas largas y breves- sólo hay que repetirlo. Mientras que, si se ensaya la prosa (y la prosa, evidentemente, aparece después del verso), entonces se necesita, como señaló Stevenson, un modelo más sutil. Pues el oído, por inducción, espera algo, pero no llega a obtener lo que espera. Recibe otra cosa; y esa otra cosa puede ser, en cierto sentido, una decepción y también una satisfacción. Así que, a menos que tomen ustedes la precaución de ser Walt Whitman o Carl Sandburg, el verso libre es más difícil. Al menos, yo he llegado a saber, ahora que estoy cerca del final del viaje, que las formas poéticas clásicas son más fáciles. Otra ventaja, otra comodidad, puede radicar en el hecho de que, una vez que se escribe cierto verso, una vez que uno se conforma con cierto verso, ya se ha sometido a cierta rima. Y, dado que las rimas no son infinitas, el trabajo será más fácil.",

“Cuando escribo, no pienso en el lector (porque el lector es un personaje imaginario) ni pienso en mí (quizá porque yo también soy un personaje imaginario), sino que pienso en lo que quiero transmitir y hago cuanto puedo para no malograrlo. Cuando yo era joven creía en la expresión. Había leído a Croce, y la lectura de Croce no me hizo ningún bien. Yo quería expresarlo todo. Pensaba, por ejemplo, que, si necesitaba un atardecer, podía encontrar la palabra exacta para un atardecer; o, mejor, la metáfora más sorprendente. Ahora he llegado a la conclusión (y esta conclusión puede parecer triste) de que ya no creo en la expresión. Sólo creo en la alusión. Después de todo, ¿qué son las palabras? Las palabras son símbolos para recuerdos compartidos. Si yo uso una palabra, ustedes deben tener alguna experiencia de lo que representa esa palabra. Si no, la palabra no significará nada para ustedes. Pienso que sólo podemos aludir, sólo podemos intentar que el lector imagine. Al lector, si es lo bastante despierto, puede bastarle nuestra simple alusión.”

“Pienso que mi credo se reduce a esto. Cuando prometí un «credo de poeta» yo pensaba, demasiado crédulo, que, después de dar cinco conferencias, desarrollaría en el proceso alguna especie de credo. Pero entiendo que debo decirles que no tengo ningún credo en particular, excepto las pocas precauciones y dudas sobre las que les he venido hablando. Cuando escribo algo, procuro no comprenderlo. No creo que la inteligencia tenga demasiada relación con el trabajo del escritor. Pienso que uno de los pecados de la literatura moderna es que tiene demasiada conciencia de sí misma. Por ejemplo, considero ala literatura francesa una de las mayores literaturas del mundo (y supongo que nadie lo pone en duda). Pero me he visto obligado a pensar que los autores franceses son, por lo general, demasiado conscientes de sí mismos. Lo primero que hace un escritor francés es definirse a sí mismo, antes, incluso, de saber lo que va a escribir. Dice: ¿Qué escribiría, por ejemplo, un católico nacido en talo cual provincia, y socialista hasta cierto punto?. O: ¿Cómo deberíamos escribir después de la Segunda Guerra Mundial?. Supongo que hay mucha gente en el mundo que se agobia con estos problemas ilusorios.”