jueves, 17 de noviembre de 2022

UNA CARTA DE GIORGIO MORANDI A THELONIOUS MONK


 


El 21 de abril de 1961, Thelonious Monk actuó en un concierto en el Teatro Lirico de Milán. Por una afortunada coincidencia, el pintor italiano Giorgio Morandi estuvo presente. Así nació esta carta, que cuenta, con extraordinaria sensibilidad y profundidad, aquel distante encuentro entre dos grandes artistas:


Bolonia, 22 de abril de 1961

Estimado Monk Thelonious,

Tuve la oportunidad de escucharte anoche, gracias a una afortunada coincidencia totalmente inesperada. Estaba en Milán para ver algunas pinturas destinadas a una próxima exposición en Alemania, y fui el invitado de un amigo para presenciar tu concierto. A pesar de mi limitado conocimiento de este tipo de música, me impresionó el timbre musical, tan preciso, capaz de generar una melodía que recuerda la forma sólida del granito en las rocas de mis Apeninos.

Me senté muy cerca del escenario, y pude observar el movimiento de tus dedos extendidos como palitos en el teclado, que en lugar de moverse rápidamente marcaban el ritmo con una sorprendente economía de notas.

Pero las razones de esta carta vienen de algunas preguntas recientes, a las que tu música, de formas desconocidas para mí, parecen responder. La investigación artística siempre genera preguntas a las que, en algunos casos, sólo el autor puede dar una respuesta, y cuando esta respuesta no se genera desde dentro del propio idioma, escuchar ayer me confirma que puede venir desde fuera, cuando la expresión artística posee la misma fuerza.

Escribo acerca de la confianza que se puede producir con una persona desconocida que, en un momento particular de la vida, se percibe como un viejo amigo. Te lo explicaré mejor.

Llevo aproximadamente un mes trabajando, en mi casa en Grizzana, en una serie de paisajes en los que busco una nueva relación espacial y cromática entre los elementos de la composición. Así que, durante unos días, instalé el caballete en el jardín frente a los dos árboles desde los que se puede ver un destello de la casa en la parte trasera, pero me vi obligado a dejar rápidamente el lienzo en blanco después de haberme rendido varias veces.

Estaba pensando en la existencia de una técnica específica apta para traducir lo que quería hacer, es decir encontrar un signo capaz de expresar el significado que atribuimos a una palabra como pintura, o música en tu caso.

Entendí que esta pregunta nunca tiene razón para ser formulada, ya que la técnica es siempre una ocurrencia de una visión interior, y por lo tanto no hay forma de representar las cosas, sólo una forma de sentirlas, con la esperanza de que este sentimiento tenga un valor universal.

En general, se piensa que dado el modelo es posible obtener su forma, en un cierto estilo y no en otro, siguiendo las sugerencias en las que se desarrolla la historia anterior. Pero la técnica es un accidente, nunca un proyecto, ya que es precisamente el discurso artístico, el más verdadero y profundo, el que socava la relación entre nuestra mirada y la realidad cotidiana, anticipando el pensamiento del autor, y creando un gesto "hecho a medida".

Al borde de la realidad desnuda, la evidencia de cosas objetivas, la mirada de un artista puede permitirse un cierto grado de miopía, empujando su mirada hacia el espacio en el que el mundo que ya conocemos tiene una segunda vida, por lo que cada obra de arte no es nada mas que la posibilidad de tener otros ojos, de multiplicar una realidad ya no frente a nosotros, sino excavada de nuestra vida, en nuestro pequeño mundo de seres humanos.

Tu música, si me lo permites, Monk, tiene esta cualidad, capaz de captar la esencia de un discurso musical no tanto en la capacidad del autor para dar dignidad al instrumento, sino más bien en utilizarlo para ponerlo a un lado, dejando al sonido como único protagonista de la escena. La misma esencia que se renueva, como en Bach o en Mozart, cuyo arte es el de todos los tiempos, sobrevolando la civilización y la historia, a través de una utopía, lo exquisitamente humano.

Con renovada estima y gratitud

Tu George Morandi



CENDRARS POR MODIGLIANI - (a propósito de un retrato)

 




"Era guapo, divinamente guapo. Llevaba un abrigo, cosido a mano, estrecho en la cintura, con puntas anchas en las mangas, para dejar espacio para las esposas que se batían cada vez que gesticulaba. Y gesticuló mucho. Así es como sedujo a todas las mujeres que conoció. Nos reímos mucho juntos. "

Esta es la animada descripción que Blaise Cendrars hizo de su amigo Amadeo Modigliani en 1953, durante una rara entrevista televisiva. Los dos jóvenes se conocieron e inmediatamente se hicieron amigos cuando Cendrars visitó París en el verano de 1912. A los 25 años, el poeta, llamado Frédéric Louis Sauser, acababa de publicar en París una obra muy moderna llamada Les Pâques, que firmó, por primera vez, con el seudónimo de Blaise Cendrars, una alusión al fuego y a las cenizas del que se remonta el Fénix nacido.

"Modi", mientras tanto, había llegado recientemente a París y se mudó al Bateau-Lavoir, donde desarrolló su propio estilo en contacto con la vanguardia contemporánea, inspirándose en Toulouse-Lautrec y Picasso. Tras un viaje a Nueva York entre diciembre de 1911 hasta y de 1912, Cendrars se trasladó a París. En la inauguración de la exposición Section d'Or, organizada por Kahnweiler, Cendrars conoció a Fernand Léger quien rápidamente le presentó al grupo de artistas de vanguardia. Cendrars fundó la revista Les Hommes Nouveaux, cuyo primer número se publicó ese año, y aunque no tuvo éxito inmediato, llamó la atención de Apollinaire. Una lectura de Pâques en la casa de Robert y Sonia Delaunay, asistida por el autor de Alcools, iba a ser un momento seminal en la vida del escritor, que más tarde recordó de la siguiente manera: "Apollinaire se había puesto pálido. Algo nuevo lo había abrumado. Permaneció en silencio, escuchando. Todo el mundo sentía que el viento del genio estaba barriendo el estudio" (R. Goffn citado en M. La Vie, Le Verbe, L'Ecriture, Denoël, París, 2006, p. 286). Desde ese día, Blaise Cendrars se convirtió progresivamente en una de las principales figuras de la poesía contemporánea.

La guerra fue un punto de inflexión para Cendrars. Después de haber sido reclutado por el ejército francés en 1914, perdió su brazo derecho el 28 de septiembre de 1915 durante la gran ofensiva del champán. Dado de alta pero traumatizado por la amputación, Cendrars reconstruyó su vida.

En 1917, de vuelta en París, entró en un período de renovación creativa. Su amistad con Modigliani fue más fuerte que nunca y es en esta época cuando el pintor produjo dos retratos del poeta herido, Primero a lápiz, luego en una gran composición en óleo (Colección privada, Roma) Mientras tanto, Cendrars escribió un poema rindiendo homenaje a la obra de su amigo reproducida en la parte frontal del catálogo para la exhibición organizada en la Galerie Berthe Weill, en diciembre de 1917.

El retrato de Cendrars (París, 1918) además de ser una vibrante ilustración de la amistad y la admiración mutua entre los dos genios, se deriva de la tradición de retratos de artistas producidos por otros artistas que forma una parte importante del arte de ese tiempo, y en particular con respecto a Modigliani. Los retratos de compañeros artistas cuentan entre las obras más importantes que ha producido. Los pintores Léon Bakst, Moïse Kisling, Chaïm Soutine, Juan Gris y Pablo Picasso, los escultores Oscar Miestchaninoff y Henri Laurens y los poetas Max Jacob y Jean Cocteau se sentaron como modelos a petición del pintor.

El Retrato de Blaise Cendrars, recuerda ciertos retratos del comerciante Paul Guillaume que evocan iconos, sobre todo por sus inscripciones. Al escribir el nombre "Cendrars" todo en mayúsculas, el artista no sólo lo identifica, sino que también parece nombrarlo como guía, o para indicar que tiene poderes sagrados. La presencia de un pentagrama también es significativa, recordando el símbolo sánscrito de la cruz colocada junto a la firma en Retrato de Paul Guillaume, Novo Pilota (París, Musée de l'Orangerie) En ambos casos, el simbolismo es profundamente positivo, resaltando la elevación espiritual del modelo.

Pero para Cendrars, la estrella es ante todo Orion, una representación de su mano perdida, a la que dedicó un poema. Con la estrella, Modigliani recuerda al atento espectador el dramático evento que experimentó el escritor, del que apenas se había recuperado.

Y Cendrars escribió: "Orión. Esta es mi estrella. Ella tiene forma de mano. Es mi mano que se fue al cielo. A lo largo de la guerra vi a Orion a través de una posición de observación. Cuando los zepelines vinieron a bombardear París, siempre vinieron de Orión. Hoy ella todavía está por encima de mi cabeza. El mástil principal atraviesa la palma de esa mano que debe doler. Así como me duele la mano que me cortaron, perforada por un dolor continuo."


miércoles, 5 de octubre de 2022

IVONNE BORDELOIS


 

LA PALABRA ESTÁ HERIDA

(entrevista por Edu Benitez para la revista Almagro)


-¿Cómo se conjugaron a lo largo de su vida su mirada científica como lingüista y su trabajo como poeta?


-Siempre hubo un poco de conflicto. Lo que tenía claro es que me quería dedicar a las palabras. Tengo una vertiente muy racional que viene de mi padre, que era ingeniero agrónomo, que se daba golpes con una inclinación mía a dejarme ir en narraciones, poemas, chistes, encuentros casuales. Se me presentó un problema cuando estaba terminando Filosofía y Letras porque tenía que elegir entre lingüística o literatura. Y en esa época me parecía que la crítica literaria adolecía de chantapufismo, no era suficientemente rigurosa. Y además estaban apareciendo los paradigmas del estructuralismo por un lado, Chomsky por el otro. Y eso era fascinante, una especie de estallido. Yo veía que eso tenía una pujanza y exigencia intelectual muy fuerte. Entonces me embarqué en la lingüística e hice todo un periplo que fue muy arduo porque acabé con una tesis en MIT (Massachusetts Institute of Technology) con Chomsky y tuve una cátedra de lingüista durante trece años en Holanda. Lo interesante es que de algún modo agoté esa línea, tuve la ventaja de ver explotar un paradigma. Pero después llegó lo que Thomas Kuhn describe como la “época de los acertijos”, que consiste en resolver problemas sobre tal o cual derivación del paradigma. Entonces se vuelve una cosa más escolástica, menos creativa, menos explosiva, menos polémica. Todo se volvió muy árido y formalístico y me empecé a aburrir. En ese momento, providencialmente fui echada de la Universidad de Utrecht porque hubo una crisis económica muy fuerte y despidieron a todos los profesores extranjeros.


 - ¿Sólo a los extranjeros?


-Sí, fue la única Universidad que echó profesores y eligieron a todos los que habíamos nacido fuera de Holanda. Todos teníamos pasaporte holandés, casi todos estaban casados, con propiedades, pensando en quedarnos toda la vida, y de repente nos echaron a todos. Para disimular echaron a un solo holandés. Pero era el único profesor en toda la Universidad que estaba afiliado al Partido Comunista. Después de ser echada empecé una vida mucho más flexible sin necesidad de preparar papers, ir a congresos y demás, y orienté mi regreso a Buenos Aires. Recién a partir de mis sesenta años me instalé como escritora acá. No reniego de mi trabajo como lingüista pero mi experiencia actual con la poesía y la crítica literaria me parece mucho más rica.

 

    -Usted dice en el libro que cuando conoció a Alejandra Pizarnik en Francia, sus conversaciones complementaban o desbordaban las clases que recibía en la Sorbona ¿cómo fue esa experiencia?

- Fue así. Yo iba a clases de lingüística y literatura en la Sorbona. Ella estaba braceando en su vida cotidiana porque no tenía plata, así que trabajaba para una revista de la UNESCO pero se dedicaba a escribir. Y estaba en contacto con Octavio Paz, Julio Cortázar y preparaba sus libros Árbol de Diana y Los trabajos y las noches. Ella conocía muy bien la literatura francesa, sobre todo los surrealistas. Pero no sólo eso: era una gran lectora desde Homero Manzi, los Cantos Mayas, la poesía de E.E. Cummings hasta Mallarmé y Valery. Era una especie de enciclopedia viviente pero nada académica, tenía la capacidad de leer lo que se esconde detrás de cada texto y no fallaba. Con ella me di cuenta que había una manera de leer mucho más vital y enérgica, y desprovista de los prejuicios académicos que yo encontraba en la Sorbona. Me ayudó mucho a entrar por esa vía.

 

-¿Qué quiere decir que Pizarnik le señaló la “inadecuación del lenguaje con respecto al mundo” como declara en su libro?

    -Esa era su visión. Ella estuvo todo el tiempo peleando con la frontera de lo indecible. Ella decía “las palabras no hacen el amor, hacen la ausencia. Si digo agua, ¿beberé? Si digo pan, ¿comeré? “. Era su manera de señalar una falencia del lenguaje cuando se trataba de apropiarse de la vida. Lo esencial es invisible.

    - ¿Eso influenció su camino como poeta?


- Claro. Con la diferencia que yo era más esperanzada y tenía otro tipo de instrumentos. Ella tenía esa sabiduría feroz para pasearse por la literatura y reconocer el destino de cada palabra. Yo tenía otro origen; el hecho de haber nacido en medio de la naturaleza me dio otra confianza en la vida que Alejandra nunca tuvo. Nació con una especie de inseguridad sobre lo que el mundo y las palabras te pueden dar. Venía de familia judía, nació en Avellaneda en un paisaje suburbano sumamente deprimente. Ella siempre decía: “La luz es sólo luz en la memoria de la noche” y quería hablar de nuestra relación un poco. Si yo tenía ese costado luminoso no podía olvidar que había una noche que todo lo rodeaba.

 

-¿Por qué en Argentina hay una necesidad permanente de la poesía de Pizarnik?


-Creo que tiene una capacidad muy curiosa de transmitir directamente desde el inconsciente, de manera muy brutal. Cuando vos leés sus textos te das cuenta que hay algo que sale de una especie de tiniebla no resuelta y explota delante de tus ojos. Es como un sacudón eléctrico. Hay una especie de certidumbre desde las tripas que tiene uno al leerla: “esta persona no está inventando una metáfora ni haciendo juegos de palabras. Esto le está pasando”. Eso a los adolescentes, sobre todo, los atrapa mucho.

    -¿Si en 2003 la palabra estaba “amenazada”, como tituló su libro entonces, en qué situación estamos en la actualidad?


-En un estado parecido. Ahora la palabra está herida. En la televisión se oye una falta de conciencia lingüística, de aplastar las cosas. Hay una especie de topadora que pasa por el lenguaje y destroza palabras. Todo eso bajo el sostén de giros muy torpes. Hay una insistencia en ciertas metáforas, como si existiera un descenso cloacal del lenguaje. Antes nos moríamos de risa y ahora se dice nos cagamos de risa; antes nos rompíamos el alma y ahora nos rompemos el culo. Me parece que es un síntoma grave. Tendría que alarmar a los terapeutas de la sociedad para que analicen los movimientos inconscientes que hacen que la gente y los gobiernos se vuelquen a estas cosas, a esta cerrazón lexical, sintáctica y metafórica.

 

-¿Sigue creyendo que el lenguaje es una de las pocas instituciones democráticas que nos quedan?


-Sigo insistiendo con eso. Si queremos una democracia clara y sólida, hay que cuidar al lenguaje porque comunica a las generaciones, las clases sociales, los países. El lenguaje atraviesa fronteras y compartimentos estancos de la sociedad. Yo comparo la palabra con el dinero. Los objetos de consumo que se consiguen por el dinero son limitados, deteriorables y costosos. En cambio el lenguaje no es limitado porque todo el tiempo están naciendo nuevas palabras, no es costoso porque tu mamá nunca te cobró por haberte enseñado a hablar, y no es deteriorable. Hay que respaldar la palabra porque es una fuente de comunicación y conocimiento que no nos pueden sacar.

 

-¿Un lenguaje empobrecido conllevaría a un empobrecimiento de lo real?


-A la larga creo que sí, porque la palabra es la que forja la realidad. Cuando hay un núcleo tan pobre o una orientación tan pobre de la palabra exclusivamente a los valores del dinero, se reduce la cantidad de objetos de deseo que hay en el mundo. El consumismo tiene eso: impone una clasificación de objetos de deseo que te priva de toda metáfora. Eso es un golpe a la imaginación y a la creatividad.

-¿Existe un correlato entre el declive de la palabra y la violencia social latente?


-Siempre lo que recorta la capacidad de expresión después reemerge como violencia física. Esa consecuencia es inevitable. Los chicos que son disléxicos suelen ser muy violentos, por ejemplo. La gran pregunta es cómo reconfigurar esa situación. Que los chicos aprendan en las casas y en la escuela el valor de la conversación. Hoy en día la conversación está muy fragmentada y no da lugar a la expansión de la afectividad. En general, los chats tienen que ver con mandatos o informaciones solamente, no con emociones. Están los emoticones pero son algo terrible. Te das cuenta que allí falta algo. Pero antes de ser totalmente drástica, hay que decir que hay otras cosas como el rap que es un fenómeno muy interesante y no se estudia suficientemente. Existen los letristas y cantautores, por ejemplo Jorge Drexler. Entonces ahí hay chispazos y en las escuelas podrían empezar por eso antes que leer Cervantes o Lope de Vega. Los chicos tienen que empezar por lo que circula mucho pero que se salva porque tiene una verdad vital, como por ejemplo la lectura de la Divina Comedia que está promoviendo Pablo Maurette por Twitter. Lo interesante son los autores que propuso: Ovidio, Dante, Boccaccio. Y la gente se prendió por millones. Eso fue una patada para los que te dicen que la cultura humanística está muerta. Y además, ahí te das cuenta que los medios electrónicos pueden ser muy útiles.

 

-¿Cómo se relaciona nuestra salud con nuestro uso del lenguaje?


-Yo haría hincapié sobre todo en el lenguaje técnico del médico que en vez de ayudar al paciente lo expulsa y no lo hace comprender su enfermedad. El médico se coloca en su autoridad con un lenguaje ininteligible y somete al enfermo a su poderío. Es importante crear un lenguaje medicinal que sea comprensible para todos y además una actitud de lenguaje democrático entre paciente y médico.

 

-Pero además… ¿habría, potencialmente, un valor curativo de la palabra?


-Sí, lo creo fervientemente. Platón lo dice: “cuando te encuentres con un enfermo grave, tendrás que ver cuáles son las hierbas que se aplican a esa dolencia específica. Pero no creas que sólo con las hierbas se va a curar el enfermo. Tienes que tener la palabra que le diga al paciente cómo él mismo se puede ir recuperando”. En mi experiencia, que he tenido problemas psiquiátricos, la palabra de los médicos ha sido fundamental. A veces no es sólo la palabra, sino el gesto y la actitud con que te reciben.

 

-¿Ir hacia la etimología y recorriendo el devenir de las palabras nos podría ayudar a entender aristas de nuestro presente?


-Lo interesante es que las palabras te muestran cómo evoluciona una sociedad. Originariamente la palabra familia quería decir “conjunto de esclavos”. Después se volvió la célula de lo social y aquello que hay que defender, ¡pero resulta que lo hay que defender es que vos tenés un grupo de esclavos! Es una cosa muy rara. Es interesante que la palabra pasión tiene el mismo origen que la palabra paciencia, y no hay nada más impaciente que la pasión. Toda la etimología de la palabra amor está ligada exclusivamente a la maternidad. Jamás a la pareja. Y el sexo no tiene nada que ver con el amor tampoco, si no con la cólera.

 

    -Usted tiene una lectura de la crisis del 2001 como un momento de explosión del lenguaje en términos creativos ¿Qué sucede luego de esa explosión?

-Eso demuestra cómo una sociedad cuando toca fondo, como estamos por tocar ahora de nuevo, acude a un resorte primitivo y por eso los clubes del trueque y las asambleas de barrio se basaron en la palabra, con una impronta muy fuerte del cara a cara. Esas cosas aceitaban el flujo de la conversación y creo que fue muy bueno. No sé si podría volver a suceder, porque ahora la parte mediática conspira mucho contra eso: te imponen un lenguaje pautado, plagado de clichés y achatamiento de conceptos. Hoy hay pocos conductores, opinólogos u oradores políticos que dé placer escuchar. Cristina Kirchner era una gran oradora -aunque yo estuviera en desacuerdo con muchas cosas que decía- dueña de una pasión, una claridad, una determinación que no veo en ningún otro político.


-¿Cómo ves al lenguaje inclusivo que se propone desde los colectivos feministas?


-Me parece un gran disparate, porque creo que los cambios de lenguaje tienen que ser espontáneos. Y esto es una bajada de línea que se me hace difícil que prenda. Esto es algo que se le ocurrió a una feminista bien intencionada pero que no tiene idea de lo que es el lenguaje. Cuando un chico por primera vez dijo “ídola” o “genia”, ese chico fue feminista sin saberlo. Le salió de las tripas; vio que los ídolos pueden ser hombres y mujeres, que los genios pueden ser hombres y mujeres. El otro día leí una nota en La Nación donde estaba escrito “el estratego”, porque si es “estratega” es mujer, entonces hay que decir “estratego”. ¡Una cosa de locos! ¿De dónde sacó eso? Se crea una gran confusión. La regla de concordancia es complicada, entonces al toquetearla de cualquier manera se produce un cortocircuito en la cabeza.

 

-En su autobiografía usted habla de cierta decadencia de la poesía contemporánea en contraste con la de los años sesenta y setenta. ¿Qué diferencias encuentra entre la producción de estas generaciones?

    -En los sesenta había una gran ola de concientización del lenguaje. Incluso te diría que la novela del Boom Latinoamericano vino, en parte, por un boom que surgió del mundo de la poesía. No trascendió tanto, pero cuando ves que existió gente como Pablo Neruda y César Vallejo te das cuenta que dieron vuelta el lenguaje. Y Cortázar o García Márquez se alimentaron de esa producción. Ahora no veo eso; veo mucha cosa experimentalista, mucha copia de los modelos americanos como el minimalismo estilo Raymond Carver. Alguna gente ha entrado en un costado más coloquial y puede ser interesante pero creo que se ha empobrecido. Falta garra, falta tomar al lenguaje y sacudirlo, por eso hay poca exploración de universos novedosos, refrescantes. La gran mayoría de los que escriben poesía en este momento están muy poco inspirados en visiones del futuro, de lo cósmico, de lo histórico. Los veo encerrados en su referencia personal, en su pequeño mundo: “se me murió mi mamá” o “me dejó mi novio”. Una excepción interesante es el salteño Leopoldo “Teuco” Castilla: un poeta planetario que viaja todo el tiempo y te trae África, Oceanía, el Polo con textos arrebatadores, entusiastas. Muchos de los mejores poetas hay que buscarlos en las provincias: Arnaldo Calveyra de Entre Ríos, Leónidas Escudero en San Juan, Bustriazo Ortiz en La Pampa. Creo que Buenos Aires tiene una atmósfera muy contaminante. La gente que vive fuera de este vértigo se toma el tiempo para que el lenguaje se vaya aclimatando por fuera de lo cotidiano y se oriente hacia lo absoluto.







domingo, 5 de junio de 2022

SAINT-JOHN PERSE por José Emilio Pacheco

 





La imagen de aquel Libro de Arena sin principio ni fin podría aspirar a describir la obra de Saint-John Perse: a despecho de cambios y variaciones, su poesía es la misma desde "Imágenes para Crusoe", que escribió en 1904, hasta "Canto para un equinoccio", publicado en 1971. Abiertas en cualquier parte sus Oeuvres complètes (Bibliothèque de la Pléiade, 1972), siempre serán tan nuevas como el asombro que producen.

Silenciosamente como había vivido, Saint-John Perse murió el 20 de septiembre de 1975. Podemos aplicarle sin riesgo un calificativo que abaratamos al dilapidarlo: un gran poeta, el mayor de este siglo para algunos con derecho a ser oídos porque se llaman T. S. Eliot o Giuseppe Ungaretti.

Perse es un poeta latinoamericano: nació en el Caribe recreado por Carpentier en El Siglo de las Luces. El 31 de marzo de 1887 abrió los ojos en la isla de Saint-Leger-les-Feuilles, propiedad de su familia, cerca de Guadalupe, Antillas francesas. Criollo en el sentido novohispano del término, Alexis Saint-Leger Leger proviene de otro paraíso de los colonos e infierno para los colonizados, un lugar de encuentro de civilizaciones: americana, europea, africana, asiática. No regresó nunca pero la presencia del Caribe y el sentimiento de orfandad y exilio por haber perdido un mundo que fue el suyo lo acompañaron siempre.

En Elogios, que André Gide le publicó en 1911, Perse celebra su infancia, habla de la isla que sería idílica si no supiéramos el precio en sufrimiento humano que exige el colonialismo; fija una niñez poblada por la imaginería de los tristes tropiques que pagaron la Bella Época europea y norteamericana.

Aquel joven trasladado a Europa, que de algún modo iba a ser en su obra el enlace entre los poetas videntes del XIX y los surrealistas del XX, se salvó de ir al matadero en que sucumbió su generación. A principios de 1916 fue a China como diplomático. Viajó por el Tibet, el desierto del Gobi, los mares del Sur. En 1924 publicó Anábasis, ya con el nombre de Saint-John Perse pues Saint-Leger se había convertido en el segundo de Aristide Briand en el Ministerio de Asuntos Extranjeros: la política exterior de Francia no podía estar en manos de alguien dedicado a un oficio tan poco respetable socialmente como el de escribir poemas.

Nada era semejante a Anábasis en la poesía europea de ese momento. Perse hablaba en el francés más elegante pero en él había ecos de los poetas que aparecieron con la invención del alfabeto y su voz era la de un bárbaro, alguien que definitivamente no miraba al mundo desde París. Anábasis deslumbró a los pocos capaces de conseguir el breve cuaderno. Eliot lo tradujo dos veces. En español Perse encontró muchos buenos traductores y uno excepcional que fue el mejor intérprete de toda su obra: el poeta colombiano Jorge Zalamea. (Este Material de Lectura quiere ser también un mínimo homenaje a él.)

El poeta se vio obligado a callar públicamente mientras el diplomático negociaba los acuerdos de Locarno, el pacto franco-soviético, la entrada de la URSS en la Sociedad de las Naciones y, en la conferencia de Munich, se oponía en vano a la política de apaciguamiento que dejaba sucumbir a la República española y entregaba a Hitler el dominio de Europa.

Cuando los nazis entraron en París, Saint-Leger renunció y se exilió en los Estados Unidos antes que colaborar con el gobierno de Vichy. Pétain lo despojó de su nacionalidad francesa; la Gestapo allanó su departamento y quemó los tres libros escritos por Saint-John Perse durante los años en que no publicó nada.

En Washington sobrevivió como asesor de la Biblioteca del Congreso. El diplomático quedó abolido, se mantuvo únicamente el poeta. Fue su etapa más fecunda: de 1941 a 1946 Exilio, Lluvias, Nieves, Poema a la extranjera, Vientos. Once años después Amers, ("Marcas"", "Señales en el mar", pero también y como es obvio "Amargos"). En 1960, el año en que recibió el Premio Nobel, Crónica, poema de la vejez. En 1972, Pájaros. Fuera de algunas composiciones sueltas, cartas y textos de homenaje a otros escritores y artistas, ésta es toda la obra de Saint-John Perse.

Jamás leyó sus poemas en público ni participó en mesas redondas: hizo una breve aparición la noche en que recibió el Nobel. Allí dijo: "La poesía se niega a disociar el arte de la vida y el amor del conocimiento. Es acción, poder, innovación que desplaza los límites... La oscuridad que se le reprocha no le es consustancial. Lo propio de la poesía es iluminar..."

¿De qué trata la obra de Perse? Él mismo dio la respuesta: "Pero es del hombre de quien se trata, de su presen­cia humana." Leerla es como observar las olas que se rompen contra la escollera. Un espectáculo que de tan fascinante puede resultar abrumador. Este gran poeta no escribió versos: sus formas fueron el poema en prosa (que Baudelaire consideró la expresión del mundo moderno) y el versículo, la forma de una sociedad primitiva en que el asombro ante la materia lleva a deificarla y el sol se convierte en dios dador de la vida.

Dios está ausente de esta épica/crónica/tragedia, relatada (cantada) por un espectador que habla desde una eternidad a ras de tierra, no cede a la angustia, expresa su confianza en los seres humanos que habitan un mundo en descomposición y renovación incesantes; en la humanidad que permanece cuando todo —nieves, lluvias, vientos, señales en el mar— se ha evaporado.

Su poesía crece con la naturalidad majestuosa de un gran árbol del trópico y mira la corriente de la historia en su fluir perpetuo: guerras, conquistas, imperios, exilios, rebeliones. Se refiere a la sociedad actual como si estuviera en el alba de las comunidades humanas y a los primitivos como si fuesen nuestros contemporáneos. Su visión es planetaria, es la mirada abarcadora de un poeta nacido en una isla sudamericana, fiel a la utopía que junto a la violencia explotadora fundó este nuevo mundo. Sin decirlo Perse nunca renuncia al anhelo de una sociedad menos injusta y desdichada que la nuestra. Su interminable alabanza de la Tierra no le impide ver que el hombre marcha siempre y edifica; cree que la historia ha llegado al lugar de su quietud, pero al plantar el árbol que de sombra a sus construcciones pone la semilla de la raíz que cuarteará el muro; en su bagaje lleva las termes que carcomerán sus palacios. La ciudad será ruina, morada del desierto y de la vegetación devoradora. A lo lejos la nueva caravana proyecta su sombra en las arenas. Nada perdura, sí, pero tampoco nada detiene el peregrinaje en busca de la Ciudad Justa.

Perse escribió que el objeto más hermoso del mundo era el cráneo de cristal de roca que preside como una deidad subterránea la sala azteca del Museo Británico. Acaso cuando nuestra civilización sea polvo y ceniza como lo es ahora el mundo de Moctezuma, la poesía de Saint-John Perse será ese cráneo de cristal de roca pulido por las tempestades y los siglos, invulnerable en su enceguecedora fijeza.


domingo, 24 de abril de 2022

BLAISE CENDRARS por ENRIQUE MOLINA


 

Como Rimbaud, como Casanova, esos grandes maestros de la inquietud permanente, también Cendrars es uno de esos hombres “con las suelas voladoras”. Posee la fascinante rapidez de movimientos de mercurio. Se escurre con esa misma coherencia, sin perder su unidad, sin disgregarse a través de los más remotos rincones de la tentación de partir. Ya aparezca en París o junto al Amazonas, ya se hunda en lo más hirviente del folklore negro —que fue uno de los primeros en difundir— o vagabundee por las callejuelas del insomnio o los suburbios de otras razas, todo en él es apetito, avidez, voracidad por la vida. Era apenas un niño cuando se escapó por la ventana de la casa paterna, en Neuchâtel, para no regresar jamás. “Tenía hambre/ Y todos los días y todas las mujeres y todos los vasos/ Hubiera querido beberlos y romperlos”. Así husmea el planeta, persiguiendo en la intimidad de cosas y seres el rastro de un secreto, de una revelación. Porque hay en él una fuerza expansiva que sobrepasa largamente los contornos de cualquier existencia convencional, tornándolo liviano, lanzándolo al fondo de sí mismo, al límite extremo de su voluntad y su deseo.


Quiere conocer su capacidad de conquista, de desafío, de imprevisto abrir el mundo de par en par. La “vida forece en las ventanas del sol”, escribe. Conocer las fronteras de su escenario vital, todos los delicados matices que vinculan los lugares con las almas, todas las lenguas vivas, el comportamiento y la soledad de los hombres, las formas de su miseria y de su rebeldía. Huele la tierra, la palpa, la descubre nombrándola con una nitidez de prisma, reconocido a cuanta cosa es compartida por la sangre y la luz, a toda substancia y elemento. Adora esa “realidad rugosa” dentro de la cual se pasea con la intensidad de un animal prisionero: “Yo giro en la jaula de los meridianos como una ardilla en la suya”. Pero nunca solo, en fin, sino fraternalmente unido a los hombres, y no en el plano de la especulación pura y el pensamiento, sino con el contacto personal, con el calor de una real experiencia de dimensiones inconcebibles, siempre su igual, el camarada incomparable de un instante y de toda la vida.


Es así como su obra, tanto en prosa como en verso, constituye un tenso canto de solidaridad con los personajes y las materias terrestres, definitivamente instalado en el lado diurno de la condición humana, exaltado por los sentidos y por la violencia de su testimonio. Como la de Saint John-Perse, también su poesía es un vasto inventario de lugares y de profesiones, la sistemática alabanza del planeta. Sólo que en Cendrars esa reverencia no está declarada. En cambio se la siente en su interior como una presión y en torno a los vocablos como una aureola. Es conciso, sintético, esencial. Pero esa radical entrega suya a la vida constituye el contexto de su obra, el acento que sostiene la vibrante enumeración del mundo que son sus libros. Así es su poesía una especie de diario de viaje, un gran periodismo del sueño en cada lugar, en cada movimiento. Apoya con fuerza los pies en el suelo y sin embargo, a pesar de la implacable objetividad de sus poemas, hay en ellos no sé qué extraño ascetismo, algo cortante y seco que revela la tensión de un espíritu al que la sensualidad no acaba nunca de someter.


Pues sólo para explorar la intimidad de su alma Cendrars se abandona al duro, ardiente, hipnótico mundo de la acción. Aunque en su más severa sabiduría reconoce que “Asvherus es idiota, o puede confesarse en voz baja: Yo soy un señor que en expresos fabulosos atraviesa las siempre idénticas Europas y mira descorazonado por la portezuela”. Un verso que recuerda la desdeñosa frase de Valéry cuando pretendían deslumbrarlo con la belleza de un lugar: “En todas partes me enseñan el mismo paisaje”. Pero en Cendrars la acción adquiere un sentido de comunión humana, es una necesidad de vínculos inmediatos, experiencia extrema de posesión de sí mismo y de entrega. “Soy una especie de brahmán al revés”, declara. Y sabe que esa frenética agitación no es más que un medio de alcanzar algo, una interrogación. “La serenidad sólo puede lograrla un espíritu desesperado. Hace falta haber vivido mucho y amar aún al mundo”, nos dice. Por eso, perdido en un tráfago de continentes, bajo la trompeta de los archipiélagos de la inconstancia, itinerarios y hospedaje en cualquier clima y ola, en medio del ensordecedor laboratorio de la aventura en que convirtió cada día suyo, supo preservar la energía necesaria para crear una obra única, de una desconcertante diversidad de títulos y géneros, verdadero polipero de la pasión de narrar, de conocer, de una gran fuerza liberadora y una crepitante certidumbre, sea cual sea la distancia a que se la contemple.


Hay en Cendrars, en efecto, toda una mística de la experiencia. En cada instante de su destino se adivina la inquebrantable voluntad de identificar al máximo el pensamiento y la conducta, el deseo y la acción, seguro de que tanto para él como para el más obscuro de los hombres no puede existir medio más seguro de alcanzar la medida exacta de su poder y su sinceridad. Es natural, entonces, que el volumen de sus poesías completas ostente un título que más parece una divisa, el lema de su destino: “Del mundo entero al corazón del mundo”. Camino que recorrió con una trayectoria fulgurante —aunque pasara silencioso y desconocido por aldeas y ciudades— y que es, sin duda, el itinerario de toda gran aventura espiritual. Por supuesto, le apasiona la vida más que la literatura, aunque no podrá nunca disociarlas. “Escribir es la cosa más contraria a mi temperamento”, declara. Pues sus ideas, sus sueños, sus impulsos, le exigen un compromiso total, se apoderan hasta del más insignificante de sus gestos. Ningún refugio en la abstracción: “Yo tengo música bajo las uñas”. Y bien: “Ya no leo los libros que no se encuentran en las bibliotecas del A B C del mundo”, o si no: “Este año o el año próximo la crítica de arte es tan imbécil como el esperanto”. O definitivamente: “La vida que he llevado me ha impedido suicidarme”.


Es la suya una sensibilidad hemisférica, afinada a fuerza de escuchar el latido de cada paraje, de cada forma, de cada sufrimiento o esperanza humana compartidos en todas partes. Su mirada es aguda. Con esos pequeños ojillos de elefante en esa tremenda cara suya de tantas difundidas fotografías, Cendrars descubre inmediatamente lo que hay de más significativo en cada alma, en cada cosa. Fue de los primeros en reconocer el genio tiernísimo de Mc Chagall, lleno de violinistas y asnos de los tejados, y fue quien primero se adelantó a saludar en París, cuando aún era sólo un anónimo recién llegado, a ese otro gran hermano suyo, Henry Miller, para quien desde ese momento será el más extraordinario personaje que haya conocido nunca. Y algo significa la palabra del autor de los “Trópicos” cuando dice refriéndose a él: “Revivo o trato de revivir su vida, sus pensamientos, sus emociones. Mi día, a pesar de hallarme tan ocupado, sólo comienza en el océano de su ser prodigioso”. Como es sabido, Miller ha escrito, además, un largo y apasionado prólogo para sus dos obras completas en prosa, recientemente publicadas. También Dos Passos le dedica un capítulo en su libro Oriente Express, aparte de los trabajos de Jacques Henri Levesque y Louis Parrot consagrados a su vida y su obra.


Cendrars vivió la tierra en todos sentidos. No un turista, por supuesto, sino un hombre que hace fermentar en su corazón la serpiente solar de toda latitud y de toda embriaguez para rescatar finalmente su alma a las palabras, a la costumbre, a la riqueza. No un literato simplemente, sino el pequeño vagabundo en Moscú, “donde quería nutrirme de llamas”, al pie del Transiberiano, entre las mercaderías de la locura: “cajas con despertadores y relojes de cu-cú de la Selva Negra”, “cilíndricas cajas de sombreros y un surtido de tirabuzones de Sheffeld”, “ataúdes de Malmoë repletos de latas de conserva y sardinas en aceite”, para aludir a la mágica enumeración del poema. El hombre que pierde un brazo en la Legión Extranjera, en la guerra del 14, y practica después treinta y seis oficios clasificables y todas las inclasificables posibilidades de la evidencia y la lejanía. Poeta, marino, soldado, contrabandista, bibliófilo, buscador de oro, empresario de abejas, clasificador de la miel sangrienta que el sol del Brasil hace hervir en el cielo de los negros y en la desesperación de la costa, fabricante de las más ardientes imputaciones a la domesticidad, a la resignación, libre morador del paraíso de la inseguridad, su alma y su voz perpetuamente sometidas a la presión azul de las antípodas. En una palabra, el rostro de Cendrars, esos ojillos de juicio terrenal observando a través de párpados entornados, esa sonrisa en la que brillan todas las crónicas, nos dan una imagen perfecta de la salud del espíritu, la ruda y tierna máscara amenazada de alguien que ya es dueño de sus límites y su delirio en un rasgo definitivo: fe, confianza en sí mismo.


Un lirismo tenso, una corriente de imágenes de una fuerza plástica poco común, anima tanto sus obras en prosa como sus versos. En las primeras sobresalen Las confesiones de Dan Yack, El plan de la aguja, El hombre fulminado, etc. En cuanto a la poesía, desde su primera publicación, Pascuas en Nueva York, de 1912, hasta las más recientes, posee una profunda unidad y pone en marcha algunos de los rasgos esenciales de la lírica moderna, la incorporación de elementos de una realidad que se transforma y un nuevo lenguaje, antipoético en el sentido tradicional, incluyendo términos científicos, palabras técnicas y de argot, datos de apariencia estrictamente informativa y que se transforman, sin embargo, en la materia palpitante del poema, en una ruptura total con las aspiraciones del simbolismo de “una poesía pura en un lenguaje puro”.


Cendrars, al que Apollinaire le debe, sin duda, el acento de su célebre poema “Zona”, tan significativo de una época, publicó en 1913 ese gran canto a la nostalgia y al viaje: La prosa del Transiberiano y de la pequeña Jehanne de Francia, que no ha perdido uno solo de sus fuegos a través de los años. En 1918 aparece El Panamá o la historia de mis siete tíos, esa imprevisible epopeya de infancia en la que el humor encuentra nuevas fórmulas llenas de ternura y de novedad. Siguen luego Diecinueve poemas elásticos, Documentales, Hojas de ruta, etc.

Cendrars intentó captar la realidad inmediata en su plena objetividad, con un sentido documental, intenso, instantáneo. Pero aparte sus fracasos y sus realizaciones, pocas veces se ha dado en la poesía ese singular poder suyo de crearla casi con la sola enumeración de las cosas, prescindiendo a menudo de toda imagen y elemento retórico. Le basta con dar a las cosas una alta expresividad, por una elección que las aísla del conjunto llevándolas a primer plano, como si cada una de ellas fuera la única y principal protagonista de sus sentidos. Así les confiere una nitidez sorprendente, las ilumina con la luz del diluvio. Esa acuidad particular, esa concisión casi obsesiva de cada forma, son inseparables de su lirismo. Poesía visual si puede haberla, que testimonia la solidez, la circulación del planeta. Poesía de madera, de tablones clavados en el viento, que lo mismo sabe construir un puente como apoderarse de una sanguijuela o atravesar “esa niebla gris a ras del suelo agitada por un estremecimiento perpetuo que son millones de mosquitos o las exhalaciones amarillas de la podredumbre”. Poesía nacida —como dice Gaëtan Picon— “de la adhesión de una conciencia abierta a un mundo inagotable”.


Cada uno de esos poemas es un triunfo contra la ambigüedad, una síntesis de experiencias muy precisas. Se diría que para Cendrars no hubiera existido el problema de la expresión. Cada palabra se llena de tal modo con su significado que el lector las percibe casi como cosas. Vocablos sin grandilocuencia, que no necesitan de ningún aparato verbal para tornarse fosforescentes, pues se revisten de una dignidad especial en el corazón de este poeta, que los ha recogido en la corriente misma de la vida.


En febrero del corriente año Blaise Cendrars ha muerto en París. Sus amigos retiraron por la ventana el ataúd. Así ha entrado a la eternidad de la misma manera en que se lanzó a la aventura humana saltando por la remotísima ventana de su infancia. Y sin duda habrán seguido su cortejo algunos de esos célebres violinistas de Chagall, su dedicatoria del Transiberiano: “A los músicos”, la constelación de Orión “con la forma de su mano cortada”, y sus grandes admirados: Villion, Fantomas, Gerardo de Nerval. De todos modos, ante la magnífca hazaña de su existencia y de su poesía, podemos repetir la frase de Miller al camarada insubstituible: “Eres tú quien, viviendo como lo has hecho, automáticamente nos ayudas a todos nosotros, por todas partes donde los hombres vivan su vida”.


24 de diciembre de 1961 / Publicado en “Cendrars”, Ediciones del Mediodía, Buenos Aires, 1968


(fuente: Taller Igitur - Revista Literaria)


viernes, 24 de septiembre de 2021

JOSÉ SARAMAGO

 



EL OTRO LADO DE LA LUNA


El otro lado de la luna, es el título de mi reflexión en voz alta. Hemos visto un lado, la parte siempre visible, el continente rico y contradictorio en que estamos y que, a mi entender, necesita un nombre distinto del que le ha sido dado. ¿Por qué? Porque está la parte oculta, la parte que no aparece al no ser denomina: esa es la importancia capital del nombre, que puede mostrar pero también ocultar. Decir Iberoamérica es seguir ignorando la existencia de la cara oculta de este continente. Me perturba mucho este asunto, no saben cómo… ¿Dónde están los indios? Los pueblos indígenas son también iberoamericanos?

El guatemalteco que procede y se reivindica de una etnia anterior a la llegada de los pueblos ibéricos ¿es también iberoamericano? ¿Y por qué, en un encuentro en que, entre otras cosas, se habla de la identidad iberoamericana, no se habla también de las otras identidades que conforman el continente? ¿No tienen el mismo nivel cultural? ¿O será que no tienen el mismo nivel económico? No sé si hay aquí indios, indígenas con conciencia clara de serlo.

No hablo del mestizaje, otro concepto que habría que revisar, que ha producido algunas salidas, no hablo de indios aculturados, con una situación económica razonable. No hablo de ellos, hablo de los millones de hombres y mujeres que han sido y son ignorados sistemáticamente. Incluso no entiendo que no se hable de los pueblos indígenas en este encuentro, que ni la palabra indio haya salido hasta ahora, pese a estar donde estamos, que no es Bruselas.

¿Cuántos millones de indios quedan? A veces digo, no con autoritas, sino con cierto espíritu romántico, mejor dicho, con el espíritu característico del romanticismo, que los indios eran los dueños de la tierra. Cuando aquí llegó Colón y cuando a Brasil, a lo que después se llamó Brasil, llegó Pedro Álvares Cabral, encontraron gente y culturas, algunas de ellas muy avanzadas. Había idiomas, había literatura, aunque en algunos casos solo se expresara oralmente, pero el cuento, aún no escrito, es ya una manifestación literaria.

¿Qué hemos hecho? ¿Qué hacemos? O mejor, ¿qué pueden hacer ustedes? Como ven, yo no puedo hacer nada más que preguntar. Sorprendido, asombrado, perplejo. ¿Por qué se olvidada, se ignora, a los indios, a los indios de Colombia, que están aquí, al lado de esta sala, en la puerta? A los de Guatemala, que son el 50% de la población. A los de México, que son millones... ¿Qué harán con ellos, con esa gente? ¿Seguirán habitando la cara oculta de la luna?

Claro que la palabra mágica es integración. Pero integrar ¿cómo? porque la palabra mágica no es suficiente para producir magia. Y la integración, para ser auténtica, debe ser una inter-integración. Yo me integro en ti y tú te integras en mí, pero no es en esto en lo que pensamos cuando decimos “integración”.

Seamos sinceros: si aplicamos la palabra, y el concepto que la palabra encierra, a los indios de América, de esta América, me gustaría saber qué integración estarían dispuestas a conceder las clases privilegiadas y dominantes, qué parte de los indígenas iban a reclamar como propias. Me temo que ninguna, que integración significa que “ellos” se incorporen a los valores dominantes. O sea, a puesto que no habrá integración, y lo sabéis, en el sentido de inter-actuación, a los indios no les quedan más que dos alternativas: desaparecer y, por así decir, limpiar el terreno, que más o menos es la idea que tiene, por ejemplo, Israel con respecto a los palestinos, sencillamente espera que se acaben y está haciendo todo para que eso ocurra, que adopten los modos y las maneras hegemónicas. De integración y de mestizaje, nada, simplemente drástica imposición, aunque sea hacha a través de sutiles maneras.

¿Porqué el indio se convirtió de dueño de la tierra en siervo de la tierra? ¿Cómo la tierra pasó de unas manos a otras?. Sabemos que los norteamericanos para resolver eso encerraron a los pieles rojas a reservas. Que es otra forma de acabar con el problema, que antes se me escapó. Aunque de alguna manera los indios de aquí, sus pueblos, donde ellos están, son reservas, reservas sin la grandeza que tuvieron otras reservas, para tener mano de obra barata, reservas para ser ignoradas.

Para nosotros todavía viven en lo que llamamos Edad Media, aunque ellos tendrán otra visión, porque la apreciación del tiempo en esas cabezas, en esas inteligencias y en esas sensibilidades, seguramente es distinta de la nuestra. Para nosotros ellos creen que el tiempo está inmóvil, está detenido. Quizá están contando sus víctimas o preguntándose cómo ha sido esto posible, que sunami los despojó de todo, tantas veces y para tantos, no solo de su identidad sino, incluso, del su propia autoestima.

La pregunta que os dirijo, como estudiosos aventajados, es ésta: cuántos millones de indios existen desde México hasta el sur del Sur. Cuántos mapuches, por ejemplo, sean de Argentina, sean de Chile... A los de Chile, parece que les queda menos del diez por ciento de su territorio histórico. El resto les ha sido robado por grandes multinacionales. Por ejemplo, tanto en Argentina como en Chile, Benetton es propietaria de territorios que son como países. Los indios han sido saqueados y, ahora, a los que protestan, se les aplica una ley antiterrorista aprobada en Chile.

Hay personas que no pueden decir: «Esto es mío», y hay firmas, empresas, terratenientes que sí pueden afirmar, sin que les pase nada “Esto ahora es mío”. Y si alguien pretende restituir la propiedad de la tierra, diciendo, «No, no era tuyo y ya tampoco lo será», si dicen: «Me lo robaste, quiero que me lo devuelvan», ésos serán acusados de alterar el orden y recaerá sobre ellos el peso de la ley. No sobre los que se instalan en beneficio propio, con las leyes que ellos han declarado santas, o sea, las leyes del mercado.

Por supuesto, no propongo que ni las ciudades ni las regiones que fueron emblemáticas de los mapuches les sean devueltas a los descendientes, a los tataranietos de aquellos que vivían entonces aquí. No es eso, ni se trata de eso, porque no es posible. Sencillamente, lo que se debería hacer es buscar fórmulas de no dejarlos atrás y de no dar pretextos para situaciones terribles como las que viven, carnicerías tremendas contra los pobres, exterminios de pueblos sin que eso sea noticia. Porque el indio no es noticia. Uno abre un periódico cualquiera y una parte importante, aunque sea una minoría, no forma parte de la realidad que los medios retratan.

Es curioso que ahora que andamos preocupados con la protección de las minorías, incluso de las minorías políticas, y queremos que estén representadas en el parlamento para que la diversidad ideológica y política del país encuentre ahí su retrato, su radiografía, esta minoría mayoritaria que son los indios esté tan ausente de los medios. De los indios no se habla, salvo para un suceso que mal se explica. Y si no hablan ustedes, si no empiezan a hablar de los indios, se está haciendo algo muy grave, porque es considerar que una parte de la población no merece ni un esfuerzo para sacarla de la miseria, de la humillación a que ha sido empujada.

Recordad que esos pueblos llevan cinco siglos de humillación. Les robaron sus idiomas, les robaron sus creencias, les robaron su tierra, les robaron sus dioses. Les robaron todo, todo, todo, todo. No tengamos ninguna ilusión: lo que ocurrió fue una extorsión, un robo montado con eficacia y acompañado de la imposición de una nueva religión que, casualmente, es una religión también de humillación, de negarse a sí mismo. Hay algo de maquiavélico en todo este proceso que ya lleva, se arrastra, quinientos años.

Y, por favor, como ya somos mayores, no repitamos algo que sabemos que no es cierto, no hubo ningún encuentro de civilizaciones, los indios de ninguna parte se metieron en sus barcos, en sus canoas para cruzar el Atlántico y, por una casualidad extraordinaria, encontrarse en su ruta a Colón o a Álvares Cabral. Aquí llegaron las naos o las carabelas que traían, entre otros, a dos personajes importantísimos: el fraile y el soldado. El fraile ponía el pie en tierra y decía: «Vuestros dioses son falsos. Yo traigo conmigo el verdadero Dios». Olvidad por un momento el imperdonable pecado de orgullo que es decir: «Yo traigo conmigo el verdadero Dios», y que ha tenido como resultado una aculturación violenta, en todos los aspectos, aunque es cierto que los guatemaltecos, por lo menos, en un viaje que hice vi que hacen de las iglesias un uso que no es canónico, porque se sientan en el suelo, encienden unas velas en el suelo, no le dan ninguna importancia al altar, o a lo que pasa allí arriba, y es en el suelo dónde hacen sus rezos. No sé qué están rezando. Todo esto debería merecer un enorme respeto.

Pero, decía, que llegaron el fraile y el soldado. Y cuando el fraile decía “traigo al verdadero Dios”, el soldado ya estaba preparando el arma, y enarbolando la bandera de conquista. Detrás, con menos aparato simbólico, estaba el recaudador y el mercader: ellos no se exponían, pero eran los que contaban los beneficios. ¿Dónde está el encuentro?

Ocurre que hay descendientes de aquellas primeras civilizaciones. Y ocurre que esos hombres y mujeres, dispersos e inorados por los medios, pero con idiomas propios, con usos, con tradiciones, con ignorancia de cosas y con sabiduría de otras, pobres, humillados, muchas veces vencidos, otras no, esos hombres y mujeres también son americanos. Así lo ha querido la historia, pero son americanos invisibles o por lo menos así me lo parece y, desde luego, en este encuentro no han aparecido como sujetos de nada, ni de su presente ni de su destino.

A mí me parece que hay que hacer algo, que no podemos ser habitantes de una especie de segundo país, porque se razona, entre nosotros, aquí, por lo que he oído, como si los becarios, y los invitados fuéramos de otra galaxia, como si todos los que estamos aquí fuéramos universitarios norteamericanos o europeos o de cualquier parte del mundo que no tiene una comunidad tan importante reducida a la condición de anécdota.

Se les ha olvidado el indio. Y eso es grave. Es grave porque, si se nos olvida una vez, podemos corregirlo, pero si se olvida una vez y dos veces y tres veces, porque los indios han sido olvidados todos los días que empezaron en el 1500, hasta el día de hoy, entonces la caso va mal, muy mal, es como si no hubiéramos avanzado en derecho internacional, como si no se hubiera abolido la esclavitud, al menos legalmente.

Hace un tiempo que vengo diciendo, con algunas sonadas divergencia, que el futuro de América, de esta Nuestra América, o América del Sur dependía mucho de la emergencia de los pueblos indígenas. De la emergencia de los pueblos, o sea, emerger desde el fondo y aparecer a la luz del sol. Porque una América que recuperase su identidad primera en la figura de esos indios, de esas personas, sería seguramente distinta. Porque puede ocurrir, y no es una acusación malvada, es una provocación, como mucho, que ciertas clases que se consideran hegemónicas, ciertos comportamientos “líderes”, no sean más que copias de formatos europeos o norteamericanos. Y no hay nada peor que ser copia de…

Está faltando el indio. A lo mejor les asombra lo que este señor mayor, europeo, desde lo alto de la tribuna está diciendo. Pues lo repito: está faltando el indio. Y esto es terrible, es como si una clase social, una clase social ya integrada, un sector de la clase media, por ejemplo, fuera, por razones inexplicables, excluido, segregado de la comunidad nacional. De producirse un hecho así enseguida se mostraría la protesta e indignación: «No puede ser», se diría. Y con toda la razón.

Pero los indios están excluidos y segregados desde hace 500 años. Tienen una oportunidad ahora, una doble oportunidad: ayudarlos a que se salven del exterminio, ayudarse a ustedes mismos a salvar su propia dignidad de ciudadanos que no transigen con a barbarie heredada. Quizá la aportación de esta gente, en las distintas edades o grados de desarrollo, con sus valores, algunos tan interesantes, puedan realmente cambiar América.

Porque América necesita ser América y no dirigir su mirada a los países de Europa o a Estados Unidos, que siendo América, tiene otra tradición y otros valores. Ustedes son otros, son distintos; no quieran ser idénticos a nadie más. La identidad de América del Sur tiene que pasar por la aportación, por una recuperación del otro, del indio. Aquí nunca se dijo que el mejor indio era el indio muerto, aunque se le matara. No reivindicamos al otro por una moda literaria, no es el indigenismo y todo eso lo que nos mueve.

No, es el simple y urgente sentido de justicia y, quizá, la necesidad, que no sé si será compartida, de incorporar al otro a nuestras vidas. Como personas puede ser que no se sienta esa necesidad, pero el continente americano del sur necesita esa sangre, necesita a esa gente para estar completo. No se olviden. Porque olvidarse una vez más de la cara que la luna ha querido ocultar sería una infamia y ya es hora de acabar con la infamia de cinco siglos de extorsión y de humillación.

Hay una escritora mexicana, Rosario Castellanos, que es imprescindible leer. En estos países de América del Sur no han faltado escritores que han mirado al indio, al indígena, aunque eso, en el fondo, no actuara como revulsivo porque la sociedad encuentra siempre antídotos para las personas, intelectuales en este caso, que dicen cosas molestas para la conciencia de cada país. Esta mujer, Rosario Castellanos, escribió libros interesantísimos. Era de una familia rica, una de las grandes fortunas de Chiapas y de toda esa región oriental de México, pero ella, observadora, escribió un libro, una obra, sería mejor decir, en el que queda claro que la humillación a la que sometieron al indio, a lo largo del tiempo, ha sido una vergüenza. Hablo, por ejemplo, de “Ciudad real”, un monumento literario y humanista, que recomiendo que lean. La gente de San Cristóbal, o sea, de Ciudad Real, vivía sin darse cuenta de lo que estaba pasando, creía que ese era el orden natural de las cosas, la voluntad del Dios de todos, pero, como siempre ocurre, cuando se es Dios de todos, se es más Dios de unos que de otros. Y era el Dios de los ricos, sobre todo y como siempre.

No quiero complicarle demasiado la vida a nadie, pero me gustaría que ésta fuera para fuera una noche de insomnio. Y me gustaría aún más que sobre el tema de la cuestión del nombre, que sea iberoamericano o no, en el fondo no tiene mucha importancia, aunque me parece que debe de merecer la atención de quienes aquí viven, me gustaría, decía, que se sienten juntos portugueses, españoles, hondureños, lo que sea, de todos los países que aquí están representados, para contestar a esta pregunta «¿Qué es lo que nos ha pasado que hemos olvidado al indio?» y ojalá que se alcanzaran algunas conclusiones. Y que ese debate se integre en la cotidianidad, ese debate o esa toma de conciencia, en la acción futura.

Quizá en el futuro, alguno de los líderes que hoy están en esta sala, aunque por el momento becarios, cuando llegue la ocasión, si llega, de ser realmente líderes políticos o empresarios, piense en esto que nos ocupa. Supongo que ustedes trabajan para ser dirigentes en los dos mundos del poder, para ser empresarios o políticos, que son las dos carreras que están abiertas. A los empresarios puede que no les importe mucho esta cosa del indio, pero si se dirigen hacia la política, si efectivamente tienen un escaño en los parlamentos de cada país, háganme el favor de corregir este desatino, esta injusticia. Que no es una injusticia histórica, es un crimen histórico.

La historia siempre la escriben los vencedores. Imaginen como sería la historia de América, de esta Nuestra América, escrita por los indígenas, por los indios ¿Cómo sería? Cinco siglos después quizá ya sea el momento de volver al sentido común. O de imponerlo, frente a los intereses que no están llamados para ser árbitros de nada, después de haber sido parte abusiva de todo. Es la hora de que veamos la luna en todo su esplendor. No la tapen, por favor.



domingo, 9 de agosto de 2020

PAUL AUSTER

 

DISCURSO ANTE EL PREMIO "PRÍNCIPE DE ASTURIAS


No sé por qué me dedico a esto. Si lo supiera, probablemente no tendría necesidad de hacerlo. Lo único que puedo decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal necesidad desde los primeros tiempos de mi adolescencia. Me refiero a escribir, y en especial a la escritura como medio para narrar historias, relatos imaginarios que nunca han sucedido en eso que denominamos mundo real. Sin duda es una extraña manera de pasarse la vida: encerrado en una habitación con la pluma en la mano, hora tras hora, día tras día, año tras año, esforzándose por llenar unas cuartillas de palabras con objeto de dar vida a lo que no existe, salvo en la propia imaginación. ¿Y por qué se empeñaría alguien en hacer una cosa así? La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa.

Esa necesidad de hacer, de crear, de inventar es sin duda un impulso humano fundamental. Pero ¿con qué objeto? ¿Qué sentido tiene el arte, y en particular el arte de narrar, en lo que llamamos mundo real? Ninguno que se me ocurra; al menos desde el punto de vista práctico. Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento. Un libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima. Un libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra. Hay quien cree que una apreciación entusiasta del arte puede hacernos realmente mejores: más justos, más decentes, más sensibles, más comprensivos. Y quizá sea cierto; en algunos casos, raros y aislados. Pero no olvidemos que Hitler empezó siendo artista. Los tiranos y dictadores leen novelas. Los asesinos leen literatura en la cárcel. ¿Y quién puede decir que no disfrutan de los libros tanto como el que más?

En otras palabras, el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. Hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo. Piénsese en el esfuerzo que supone, en las largas horas de práctica y disciplina que se necesitan para ser un consumado pianista o bailarín. Todo ese trabajo y sufrimiento, los sacrificios realizados para lograr algo que es total y absolutamente inútil.

La narrativa, sin embargo, se halla en una esfera un tanto diferente de las demás artes. Su medio es el lenguaje, y el lenguaje es algo que compartimos con los demás, común a todos nosotros. En cuanto aprendemos a hablar, empezamos a sentir avidez por los relatos. Los que seamos capaces de rememorar nuestra infancia recordaremos el ansia con que saboreábamos el cuento que nos contaban en la cama, el momento en que nuestro padre, o nuestra madre, se sentaba en la penumbra junto a nosotros con un libro y nos leía un cuento de hadas. Los que somos padres no tendremos dificultad en evocar la embelesada atención en los ojos de nuestros hijos cuando les leíamos un cuento. ¿A qué se debe ese ferviente deseo de escuchar? Los cuentos de hadas suelen ser crueles y violentos, describen decapitaciones, canibalismo, transformaciones grotescas y encantamientos maléficos. Cualquiera pensaría que esos elementos llenarían de espanto a un crío; pero lo que el niño experimenta a través de esos cuentos es precisamente un encuentro fortuito con sus propios miedos y angustias interiores, en un entorno en el que está perfectamente a salvo y protegido. Tal es la magia de los relatos: pueden transportarnos a las profundidades del infierno, pero en realidad son inofensivos.

Nos hacemos mayores, pero no cambiamos. Nos volvemos más refinados, pero en el fondo seguimos siendo como cuando éramos pequeños, criaturas que esperan ansiosamente que les cuenten otra historia, y la siguiente, y otra más. Durante años, en todos los países del mundo occidental, se han publicado numerosos artículos que lamentan el hecho de que se leen cada vez menos libros, de que hemos entrado en lo que algunos llaman la "era posliteraria". Puede que sea cierto, pero de todos modos no ha disminuido por eso la universal avidez por el relato. Al fin y al cabo, la novela no es el único venero de historias. El cine, la televisión y hasta los tebeos producen obras de ficción en cantidades industriales, y el público continúa tragándoselas con gran pasión. Ello se debe a la necesidad de historias que tiene el ser humano. Las necesita casi tanto como el comer, y sea cual sea la forma en que se presenten -en la página impresa o en la pantalla de televisión-, resultaría imposible imaginar la vida sin ellas.

De todos modos, en lo que respecta al estado de la novela, al futuro de la novela, me siento bastante optimista. Hablar de cantidad no sirve de nada cuando nos referimos a los libros; porque no hay más que un lector, sólo un lector en todas y cada una de las veces. Lo que explica el particular influjo de la novela, y por qué, en mi opinión, nunca desaparecerá como forma literaria. La novela es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad. Me he pasado la vida entablando conversación con gente que nunca he visto, con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta el día en que exhale mi último aliento.

Nunca he querido trabajar en otra cosa.


(traducción: Celia Valdelomar)