sábado, 1 de diciembre de 2012

IVONNE BORDELOIS



LA PALABRA AMENAZADA (Fragmento)

No deberíamos, entonces, deslizarnos al cliché apoca­líptico, porque, felizmente, las culturas transcurren y se suceden unas a otras, mientras el lenguaje, a pesar de llevar en sí las cicatrices de las diferentes hecatombes culturales, económicas e históricas de las cuales es tes­tigo y víctima, sigue allí como depósito de la memoria colectiva y fuente viva de la vida y la poética futura. Es decir, hay algo perfectamente indestructible en el len­guaje y algo particularmente eterno en ese especial res­plandor del lenguaje que llamamos la poesía -el más peligroso de los bienes, según Hölderlin. Y en realidad, tratar de defender a la poesía es una empresa un tanto ridicula, porque es la poesía quien en realidad nos de­fiende a nosotros, y hay algo permanente y permanen­temente sosegante en esa fortaleza con que la poesía nos defiende y sostiene el esplendor de nuestra vida. De eso hablaba Keats cuando dijo: "A thing of beauty is a joy for ever". Ese gozo profundo que se desprende de la poesía nos es siempre accesible y tiene que ver mucho más con la felicidad, que llega siempre en re­lámpago y conmoción, que con esa forma bastarda y ciega del ser contemporáneo que es el bienestar.

En esencia, pase lo que pase, seguimos siendo, con Manrique, "los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir. / Allí van los señoríos / derechos a se acabar / y consumir". También los señoríos electrónicos, también los bancos off shore se consumen y desploman, pero no, curiosamente, las palabras de Jorge Manrique, que res­plandecen oscuramente a través de los siglos. Ninguna multinacional puede apagar los ecos de aquel "Verde que te quiero verde" con el cual Federico García Lorca modificó de una sola pincelada el español de su época, y a nosotros con él. Ninguna deuda externa, ningún riesgo país puede superar lo que el universo le adeuda a aquel muchacho oscuro que en una pensión de San­tiago de Chile, a los diecinueve años, se sienta a escri­bir: "Puedo escribir los versos más tristes esta noche. / Escribir, por ejemplo: El cielo está estrellado/ y tiritan azules los astros a lo lejos".

Hay algo particularmente hermoso y natural en la poesía que nace del lenguaje porque el lenguaje nunca se acaba; no hay que salir a buscar o a comprar sus ele­mentos, como lo debe hacer el escultor o el pintor con sus materiales. Está allí, inacabable, siempre; nunca agotable. Como decía Alfonso Reyes, es el baile del habla. Riéndose de nosotros: pura abundancia, niñez, regocijo, todos los días recreándose a sí mismo. En el principio es el verbo, en el final es el verbo: siempre es el verbo, y nosotros, sus inútiles servidores. El destina­tario e interlocutor esencial de la poesía -y también su causa y su origen-, no es jamás el público, ni el poeta mismo, sino el lenguaje que resplandece en las tinieblas -de las que forma parte, en gran medida, el público. El que realmente nos espera y nos exige, es el lenguaje, ese ser proteico, multiforme y eterno, superior y anterior a nosotros. Aquello indecible, escandaloso y sublime, escandalosamente sublime, que el público, interesado en el éxito, justamente no comprende. Como la lluvia surge del agua y vuelve al agua, como el mar asciende al cielo para regresar a sí mismo, así la poesía emerge del len­guaje y al lenguaje vuelve, purificándolo en su viaje desde los abismos a las alturas más remotas.

Algo que distingue al verdadero poeta de aquél que codea por los honores -y vaya si los y las "poetas" tienen codos fuertes- no es su modestia sino saber eso: que el destinatario cierto de la poesía no es jamás el pú­blico sino esa misteriosa calidad del lenguaje que el pú­blico adocenado justamente no comprende. De modo que la ridicula desproporción entre la suprema digni­dad de Aquello y la vulgaridad del público que se menea y baja la frente obsecuentemente, con sumisión enceguecedora, ante los premios y las supuestas consa­graciones, es tal, que el verdadero poeta se encoge de hombros y sigue su camino, fiel al Verbo por el cual todo fue hecho y sin el cual ninguna cosa verdadera­mente viviente existe. A veces un Federico, a veces un Pablo rompen el cerco de tinieblas y la luz se esparce por toda la tribu. Pero por uno de ellos, cuántas Viole­tas muertas en el camino. Esto es lo que le da al poeta fortaleza contra los editores estólidos y las audiencias bostezantes y las puertas cerradas. Ésta es su única re­compensa: saber que aquello es inalcanzable y siempre nos sonríe -entre las tinieblas. "El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás no es digno de mí".

Y una de los rasgos más peculiares de la poesía es que, a diferencia de los objetos de la ciencia, que son de­finidos y definibles rigurosamente, nadie puede defi­nirla a ciencia cierta. Algunas definiciones son más afortunadas que otras, como por ejemplo cuando se dice que la poesía es un aleteo, o el resplandor de la verdad, o el lugar donde todo es posible, como afirmaba Pizarnik. Sin embargo, la esencia, o más bien la experiencia de la poe­sía, sigue siendo fundamentalmente inaferrable, y es precisamente en este carácter de permanente libertad y misterio donde se centra su profundo e imperecedero encanto. En otras palabras, ninguno de nosotros sabe en realidad, definitivamente, qué es la poesía; nadie, en rigor, la conoce; pero todos, sin excepción, nos reconoce­mos en ella. Es más, la precisamos: Baudelaire, que sabía algo más que algunos de nosotros acerca de ella, decía que era imposible para un ser humano mantenerse vivo sin una visitación diaria, aun cuando fugaz, aun cuando inconsciente, de la poesía; y todos nosotros entendemos, comprobamos, de algún modo, que esto es cierto.

Y la poesía debe pasar obligatoriamente por la ca­tarsis del silencio, sobre todo del silencio lector. Antes de escribir un poema, debiéramos asomarnos a escuchar aquellos cien poemas que bordearon o dijeron lo que, acaso sin saberlo, repetiremos defectuosamente. La poe­sía empieza con la escucha humilde y purificadora, no con explosiones prematuras de un narcisismo mal con­tenido. Antes de decirnos a nosotros mismos nos han dicho Isaías, Sófocles, Shakespeare, García Lorca, Bau­delaire. "Escribir es hablar y callarse a la vez. Alguna vez esto también significa cantar", dice Marguerite Yourcenar.

Personalmente, siento que la poesía es aquello que rompe los límites de lo indecible y cambia nuestra len­gua, transformándonos a nosotros con ella. La poesía intenta crear un lenguaje dentro del lenguaje, decía Valéry; es más: es un combate contra el lenguaje, añade Alfonso Reyes. La violencia que ejerce el poeta contra el lengua­je inerte y cosificado con el cual tiene que medirse es la violencia de los dolores de parto que anuncian la crea­ción de un nuevo lenguaje en el lenguaje, contra el len­guaje. A veces lo indecible es lo aparentemente trivial, aquello que subyace la experiencia cotidiana y no alcan­za a emerger al dominio de nuestra atención porque ca­rece de los prestigios temáticos de la poesía convencio­nal. A veces se trata de un fiero tabú. En todos los casos, hemos saltado un límite de ese silencio que no es el si­lencio enriquecedor de la contemplación sino el violento silencio de la represión o del ninguneamiento o, más profundamente, la ceguera acerca de los propios meca­nismos con que el lenguaje se amortigua a sí mismo.

Es preciso decir que el carácter inasible de la poesía es uno de sus poderes, pero también una de sus mayo­res debilidades, porque en nombre de ella, es decir, en su nombre falsificado, se producen enormes embustes y sa­crilegios, como lo es la producción de teorías ininteli­gibles acerca de ella, o bien la carrera de los premios oficiales, que muchas veces laurea a determinados es­critores por modas culturales, por sus preferencias polí­ticas o sexuales, es decir, consideraciones que nada tie­nen que ver con ella. Esta política es nefasta, no tanto porque recompense a actores equivocados, sino y ante todo porque ahuyenta de la verdadera poesía a quienes se sienten genuinamente, inocentemente inclinados a ella o arraigados en ella, y se ven sin embargo confundi­dos por este curso erróneo de los acontecimientos. Pero en realidad, aunque esto suene extraño, el lugar de la poesía no es la literatura y mucho menos los premios o las distinciones y aun menos el canon o la crítica académica. Es bueno y necesario saber o recordar que los ma­yores poetas del mundo han sido grandes desconocidos en su tiempo. La más hermosa poesía lírica de la Penín­sula Ibérica -según Román Jakobson, el monumento lí­rico mayor de todo Occidente- las cantigas de amor galaico-portuguesas, canciones de amigo, provienen de mujeres analfabetas, muchachas campesinas que las cantaron en el siglo XIV, en pleno Medioevo, mientras poetas cortesanos las recogían y a veces las firmaban descaradamente. Algunos de los mejores versos de la poesía argentina andan en boca de pastores y pastoras collas, recogidos en los cancioneros de Carrizo y Valla­dares. El poeta contemporáneo, como dice Joyce, tiene sólo tres armas a su disposición: astucia, silencio y exi­lio. Son las armas de Kavafis, las de Pessoa, las de Mi­guel Hernández, las de César Vallejo, que murieron sin el menor asomo de celebridad, y algunos de ellos en la mayor penuria. Esto no es un azar, como tampoco es un azar el hecho de que nunca hubieran sido premiados en vida: a una poesía de cóndores corresponde muchas veces una crítica de topos. El desprecio que cerca a los mejores poetas es el mismo desprecio que cerca e impi­de la escucha profunda del lenguaje: por cierto, ese desprecio no juzga a los poetas, sino que confirma y condena la sordera y mediocridad de su época.

El mismo desdén o falta de atención cerca a aque­llas creaciones espontáneas que no precisan el aura lite­raria sino la presencia de un ojo poético para emerger. El imperdible y fatídico refrán de nuestras operadoras te­lefónicas: "El destino que intenta alcanzar se encuentra congestionado" es un buen ejemplo de poesía negra in­voluntaria, perla del humor argentino. Como dice José María Parreño en el epilogo del delicioso libro de Este­ban Peicovich, Poemas Plagiados, que recoge muchas de estas perlas, lo poético acecha en lo escrito o lo dicho sin pretensión estética alguna. "Y es que la poesía vive sil­vestre y muchas veces en los libros de versos es el único sitio donde no está".

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