lunes, 11 de febrero de 2013

RAÚL GUSTAVO AGUIRRE



ALGUNA MEMORIA

Bella que me anuncias una extraordinaria complicación. Tantos crímenes olvidados reaparecen por ti.
Llega el tiempo de la proeza infatigable frente a tus ojos sin sueño que ningún diamante puede cerrar.


Ella se expone a las angustias del siglo, usinas de la realidad. Más explícita se quiere, menos se la conoce. El sueño de los asesinos y de los poetas es que llegue a tener un rostro.


Para llegar aquí, ella debe atravesar una región de fotógrafos exacerbados por su asombrosa presencia. A pesar de su aplicación, estos espectadores sólo se quedarán con las pruebas delebles de su distancia de la verdad. Es que para retenerla hubiera sido preciso transformarse en ella, ser ella, y no su descripción más o menos feliz. Yo me lo repito siempre después de mis tentativas inútiles.


Ella mantiene la frescura, la diligencia feliz de la vida, por cuya justificación nos dejamos tentar, hierros de tristeza y de habilidad vergonzosa. Invita a los hombres, a quienes sabe posibles no por el memorial de sus servicios sino por la suma de su condición, a un juego de alta conciencia y de contumancia en el extremo de los enigmas. Ha conseguido así formar una tribu dispersa por el mundo, cuyos miembros se ignoran mutuamente y sin embargo reparan en común los hilos rotos de una gran red de belleza.


La jurisprudencia acumulada por las heridas, la imagen del mundo construida con la memoria de una continua decepción, la torpeza de la saciedad en el epílogo, todas las apariencias de la consumación se borran y se anulan en el esplendor de ese deseo que arrastra consigo, el asombro, el origen y la felicidad del universo y que ella, continuamente, se complace en inspirar.


Ella tampoco está exenta de las cargas fiscales, de las confusiones de la red telefónica, de las representaciones ilícitas. Pero se aviene, sin espanto, a ocupar con nosotros un lugar desfavorable en el mundo. A decir verdad, sólo emplea su tiempo en maravillarse. El siglo ha mejorado con su presencia.


En ella, la oscuridad se transforma en largo regocijo del ladrón solitario. Las señales que no comprende no estaban dirigidas a nosotros.


Viene de ausencias maravillosas, de seres que la amaron a través de otros seres cuyo destino era cambiarse en ella con tanta lentitud que la eternidad les maldice. (La eternidad maldice su lentitud, no su destino.)


Ella no comprende el Oráculo, no se lleva bien con aquéllos en quienes el Espíritu ha entrado para vociferar. ¡El lenguaje del dios resuena miserablemente puro en esas cabezas! No comprende una sola palabra que no haya atravesado el sufrimiento lúcido de un hombre, que no conserve señales de la lucha... Ella ignora también qué hacen los que se torturan a sí mismos para que los otros los vean, cuando había que ir más lejos, con los otros, más lejos todavía en el dolor... Esos inútiles inventores de martirio, de palidez, de revelación, a su vez, la odian misteriosamente.


Ella no sabría entretener con apariciones espectaculares nuestros ojos ávidos de exageración. Prefiere permanecer en los resquicios de una realidad que se proclama habitable y obligatoria. Como a las larvas de luciérnaga, la tiniebla la abruma, pero le es imprescindible.


Hasta que el Labrador la descubra, por último, en su terreno magnífico, seguirá siendo la víctima paciente de nuestras herramientas equivocadas.


A su lado, contemplar el abismo resulta una excelente diversión. En su ausencia, comienzo de la angustia para el observador sensible.


Ella siega el verano, y luego todo es azul alrededor de sus ojos invisibles.


Como la cigarra, sólo puede vivir en medio del incendio que suscita.


¡Ah, pequeño milagro, vida enorme! ¡Enorme vida en una nada enorme!


Así como el placer es su reino, ella no puede detenerse en esas gradas fáciles donde el olvido nos ofrece sus pactos sospechosos. Si sufre, es para morir.


Por ella entramos en el mundo, pero también por ella nos es cada vez más fácil excluirnos de él. El enigma del bello vivir.


No obstante la distancia y el diluvio, y las dificultades insalvables, y el honor y la maldición, ella se permite la aventura de vivir con nosotros. Sabe que el abismo terminará por recuperar, algún día, su confianza en el hombre.


Tantas memorias excelentes la abruman con el sonido negro de un mal que ya no existe.


La indiferencia de los pantanos es la forma que adopta, para ella, la soledad. Esos lugares impuros, bajo un sol retraído, a los que tiene una misteriosa necesidad de volver, la rechazan siempre con la misma cortesía... Presenciar ese leve combate de la curiosidad contra un infierno que se rehusa, es un espectáculo alucinante. Ella me dispensa a veces esos momentos de terror.


El mundo-monstruo se transforma de pronto en el mundo-doncella, la escritura desesperada en escritura maravillada. Estos cambios la hechizan.


Hierba siempre feliz al pie de los volcanes o en las llanuras sabias donde jura contra su vida el azote de Dios, ella descansa en la parte germinal de la conciencia.


A través de ella se vuelven visibles las heridas del viento. El viento libre que sangra y que la adora.


En las gradas de su palacio impenetrable, un juglar se detiene, un asesino discurre.


Una mirada furtiva podía sorprenderla en una indescriptible actitud de evidencia. Para los seres sensibles al nuevo acontecimiento, la era del escándalo comenzaba, la era de la angustia tocaba a su fin.


Ella desconfía de esos lugares donde el hombre aparece precedido por aclaraciones y citas que le vuelven improbable, esos recintos de la seguridad pública frecuentados por la presión arterial.


En la cueva del alquimista, ella calla, como investida de una miseria admirable que fuera al mismo tiempo su rostro y su secreto.


Mantiene exquisitas relaciones con la lujuria exhumada ante ella. La lluvia de cenizas le produce placer.


A través de ella los relámpagos duran. Hay tiempo para las amistades más sorprendentes.


Sus ojos son respetados por la nada, favorecidos por la prisión. Pero ella aparenta ignorar el sufrimiento que la sostiene.


Su enemistad con los amos proviene de que habla de aquello que realmente le ocurre y no de aquello que, de acuerdo con lo dispuesto, le debiera ocurrir.


En el patio de su silencio, único y feliz se yergue el bello árbol de los destituidos.


Los errores en las tablas del bien y del mal se cargan en su cuenta.


Ella dibuja un rostro sobre un rostro sin fin.


Vive para inventar la razón de su ausencia.


En las épocas de opresión, ella trabaja en la rebelión. En las épocas de la gloria del hombre, en el servicio de la Libertad Subterránea.


Y lo que la vida quiere del poema, ella lo hace.

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