LA SOLEMNIDAD REINANTE
Muchas veces pienso en los estragos de la solemnidad (ese creer que el deslumbramiento no tuvo lugar en otra parte), sobre todo cuando pierdo de vista el sobreentendido y la miseria de la propia vida jadea detrás de la obra, le pide asombro donde no hay nada más que guitarra autocompasiva, le pide capacidad lúdica donde no queda otra cosa que reiteración y terror por lo desconocido, por lo imprevisto. Una sola vez —la primera y por exceso de silencio hasta allí— la página puede adelantarse a la propia vida; si lo consigue en lo sucesivo, el lenguaje no hará otra cosa que reemplazar la falta de alegría para vivir, tendrá toda la solemnidad del embarazo. Si no se vive en la maravilla (no hay una palabra más flaca), si todavía puede tratarse de un equívoco y llegará sin ninguna duda el triunfo final de la razón como terminó la adolescencia, es imposible recuperarse de esa solemnidad de vidente escandalizado por el espectáculo, de oficiante algo metafísico desgarrado del mundo en vez de desgarrado de su cultura y de su pavoroso aburrimiento simplificador.
Es una verdad incorregible: se cierran los ojos y el ritmo de una línea trae un párrafo y el ritmo de un párrafo trae un nuevo deslumbramiento. Pero también es cierto que nos rodea la desolación, que la vida repta, que ella lloraba en la pieza de adelante y nos separaba un abismo. El amor humano es sin duda otra cosa: por eso el que lee un libro debe también romper (a su manera) con esa solemnidad ubicua del semidios que lee y, por lo tanto, exige encontrar un mensaje, una señal de entendimiento, esa estratagema infame de la cultura que espera del arte el convencimiento, la corroboración de que estamos en lo mismo por estos pocos años, de que queremos lo mismo y no hace falta renunciar a la serenidad.
En este sentido la novela, deteriorada por su mala conciencia, debe salir de la trampa, o le pasará lo mismo que a ese señor un rato después de fumar la droga: tuvo su visión del ángel, siguió mirándolo y el ángel tenía, evidentemente, su cara; entonces empezó a llorar despacio, y después, dando gritos, en los que pedía perdón por haber tenido un privilegio semejante. Por lo tanto, el único ejemplo a favor —y la sociología dirá después por qué negros, por qué fatigados como uno— se encuentra en la actitud de esos antipersonajes que soplan —o digitan— cada noche un instrumento de su propiedad; negros generalmente semiadictos a la droga y siempre al estupor de su música, semicómplices que rompen cada noche con lo ejecutado la noche anterior, para los que todo está por suceder la noche siguiente y no interesa mucho si alguien se sienta, o no, a escuchar.
Concentrándose en este ejemplo, la novela —finalmente arte—, una vez que los invasores se dediquen a las ciencias ocultas y a las religiones monoteístas, podrá desmantelarse como género, abrir las formas hasta que no quede nada de ellas. O sea, lo mismo que acaban de cumplir ciertos músicos de jazz: primero tomaban un tema conocido y a su conjuro improvisaban, es decir, corrían la aventura para, después, retomar el tema; poco tiempo más tarde mantuvieron el tema pero ya sólo como punto de partida, riéndose de él y de la posibilidad de decidir no retomarlo. Ahora, en los días que corren, hacen algo que se llama Free Jazz y desespera a los críticos de avanzada que, por supuesto, nunca podrán experimentar algo semejante: es decir, que parten del único hecho de que están allí, tocando, con todos los temas y ninguno al mismo tiempo. El resultado, desde ya, es riesgoso e imprevisible porque el único límite que resta es el de la propia disponibilidad. Además no se puede, según parece, hacer Free y vivir como un concertista de Mozart.
Porque el resto, la cultura, los escritores con tema y con estilo —de escritura, de vida—, se parece demasiado a ese señor vestido de negro que se trepa al escenario, por ejemplo, del Teatro Colón. Antes de sentarse al piano, practica una reverencia ante la platea, que reconoce en él los beneficios de la cultura, y lo aplaude. Casi sin lugar a dudas podría asegurarse que no va a suceder nada nuevo —sucederá, a lo sumo, Mozart—, que nadie va a salir de allí con los contradictorios sentimientos que llevaron a nuestro último novelista al infarto. Y a partir de las primeras notas todos, incluido el ejecutante, también entrecierran los ojos, pero en este caso porque los convoca el recuerdo. Es el mismo recuerdo que los reconcilia con la propia serenidad cuando leen una novela, o se les muere un pariente, o han decidido que el día menos pensado van a hacer, encerrados en una casa, el amor.
(de EL LENGUAJE JAZZÍSTICO)
(de EL LENGUAJE JAZZÍSTICO)
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