LA GRAN INVASIÓN
La inherente precariedad del arte, su descrédito ante la hegemonía beatífica del racionialismo y el uso de la palabra —que es de todos— provocó la irrupción sin precedentes, los estragos. Ahora sabemos a qué se debía esa arrogante ausencia de estupor en la mayoría de las novelas de este siglo, esa recaída final en la alegoría, en el testimonio, en la parábola, en el chisme. Lo cierto es que a partir de un determinado momento, gracias a la generosidad de los cursos y los manuales especializados, con algún esfuerzo y cierta desenvoltura, cualquiera intentó (y por supuesto pudo) escribir un libro en prosa, manejarse con palabras. Para ello, hubo que tener en cuenta unas pocas cosas definitivas: la importancia fundamental de lo que quería decirse durante todo el tiempo; que, en medio de todo, estaban los personajes de ficción, lo que hablaban los personajes de ficción entre sí; que era imprescindible tener en claro un criterio de realidad y recaer cada tanto en la "poesía" de un día lluvioso, de algún par de atardeceres, de algunos rostros, después; en caso de proponérselo, quedaban las inteligencias de la metáfora, los avatares del tiempo narrativo que podían consultarse en Ulysses.
Cualquier profesor —o alumno adherente a la ética refleja y resultante, con una verdad propia a compartir—; cualquier poeta abandonado por las dificultades del poema; una mujer nueva que leyó su Dostoievski, su Hemingway; un filósofo joven y harto de no poder divulgarse; un tipo con recuerdos de provincia, de militancia, de exilio, de injusticias donde "quedaba lejos el corazón"; la mayoría de los que leyeron algo y, por lo tanto, confirmaron lo que presentían tuvieron oportunidad de hacerse unas horas en su vida de siempre, adherir a una sintaxis y, como suele decirse, narrar.
Por eso, asumir la novela actual como alternativa de apertura, de juego infinito, es un poco retomar lo que Dadá y el Surrealismo, antes de transformarse en academia, vislumbraron respecto del poema. Claro que ellos proponían, de paso, una nueva ética, rompían por primera vez con la melancolía romántica de verse obligados a desgarrarse de la cultura y, por lo tanto, recordar siempre el dolor; en última instancia descubrieron la risa de Jarry, de Apollinaire, frente a la "inutilidad, teatral y sin alegría, de todo".
Y descubrir que todo aquello se llevaba en el cuerpo —si se llevaba—, que sólo cuando se produjo el propio desgarramiento pudo escribirse, por fin, la primera página. Un ritmo, una voz que empieza a esperarlo todo del desorden de las palabras, mientras la mano dejaba de temblarnos y éramos el mundo y hasta el viejo Freud se nos hacía dulce y tratable. Y fue también perdonar todo lo leído como fracaso o, para decirlo de una manera menos arrogante, como historia, como sobreentendido. Y será —si salva las escasas notas de mesianismo, de soledad— reconocer que el instrumento, la alegría de pertenecerle, se relaciona con el acatamiento del caos, transforma el acto de escribir en una disponibilidad que recomienza cada vez, carece de garantías y tampoco puede vivir por aproximaciones.
(fragmento de EL LENGUAJE JAZZÍSTICO)
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