martes, 12 de marzo de 2013

GASTÓN BACHELARD III




FRAGMENTOS DE LA POÉTICA DEL ESPACIO

Si pudiéramos encontrar de nuevo nuestro deslumbramiento candoroso cuando antaño descubríamos un nido. Este deslumbramiento no se desgasta, el descubrimiento de un nido nos lleva otra vez a nuestra infancia, a una infancia. A las infancias que deberíamos haber tenido.

Cuántas veces he conocido en mi jardín la decepción de descubrir un nido demasiado tarde. Ha llegado el otoño, el follaje se desnuda ya. En el ángulo formado por dos ramas, he aquí un nido abandonado. Descubierto tardíamente en el bosque invernal, el nido vacío reta al buscador. El nido es un escondite de la vida alada ¿Cómo ha podido ser invisible? ¿Invisible frente al cielo, lejos de los sólidos escondites de la tierra?

Pero los sueños de nuestro tiempo no van tan lejos y el nido abandonado ya no contiene la hierba de la invisibilidad. Recogido en el seto como una flor marchita, el nido no es más que una "cosa". Tengo derecho de cogerlo en la mano, de deshojarlo. Me vuelvo melancólicamente hombre de los campos y de los matorrales, presumiendo un poco del saber que transmito a un niño diciendo: "es un nido de paro".
Así el viejo nido entra en una categoría de objetos. Cuanto más diversos sean los objetos más sencillo se hará el concepto. A fuerza de coleccionar nidos se deja a la imaginación en paz. Se pierde contacto con el nido vivo.
Sin embargo, es el nido vivo el que podría introducir una fenomenología del nido real, del nido encontrado en la naturaleza y que se convierte por un instante —la palabra no es demasiado grande— en el centro de un universo.


Levanto suavemente una rama, el pájaro está allí incubando los huevos. Es pájaro que no echa a volar. Se estremece solamente un poco.Tiemblo ante la idea de hacerlo temblar. Temo que el pájaro que incuba sepa que soy un hombre, el ser que ha perdido la confianza de los pájaros.

La casa-nido no es nunca joven. Podría decirse que es el lugar natural de la función de habitar. Se vuelve a ella, se sueña en volver a ella. Este signo del retorno señala infinitos ensueños, porque los retornos humanos se realizan sobre el gran ritmo de la vida humana, ritmo que franquea años, que lucha por el sueño contra todas las ausencias.

El pájaro, dice Michelet, es un obrero sin herramientas. La herramienta es realmente, el cuerpo del propio pájaro, su pecho, con el que prensa y oprime los materiales hasta hacerlos absolutamente dóciles, mezclarlos, sujetarlos a la obra general." Y Michelet nos sugiere la casa construida por el cuerpo, por el cuerpo tomando su forma desde el interior como una concha, en una intimidad que trabaja físicamente. Es el interior del nido lo que impone su forma. "Por dentro, el instrumento que impone al nido la forma circular no es otra cosa que el cuerpo del pájaro. Girando constantemente y abombando el muro por todos lados logra formar ese círculo." La hembra, torno vivo, ahueca su casa. El macho trae de fuera materiales diversos, briznas sólidas. Con todo eso, mediante una activa presión, la hembra confecciona un fieltro.
La casa es la persona misma, su forma y su esfuerzo más inmediato; yo diría su padecimiento. El resultado sólo se obtiene por la presión continuamente reiterada del pecho. No hay una de esas briznas de hierba que para adoptar y conservar la curva no haya sido empujada mil y mil veces por el seno, por el corazón, con trastorno evidente de la respiración, tal vez con palpitaciones".

Todo es empuje interno, intimidad físicamente dominadora. El nido es un fruto que se hincha, que presiona sobre sus propios límites.
¿Del fondo de qué ensueños brotan tales imágenes? ¿No vienen del sueño de la protección más próxima, de la protección ajustada a nuestro cuerpo.

El nido - lo comprendemos- es precario y, sin embargo, pone en libertad dentro de nosotros un ensueño de la seguridad. ¿Cómo es posible que su fragilidad evidente no detenga semejante, ensueño? Revivimos, en una especie de ingenuidad, el instinto del pájaro. Nos complacemos en acentuar el mimetismo del nido todo verde entre el verde follaje. Lo hemos visto decididamente, pero decimos que estaba bien escondido. Ese centro de vida animal está disimulado en el inmenso volumen de la vida vegetal. El nido es un ramillete de hojas que canta. Participa de la paz vegetal. Es un punto en el ambiente de dicha de los grandes árboles.

Si hacemos de este frágil albergue que es el nido -paradójicamente sin duda, pero en el impulso mismo de la imaginación- un refugio absoluto, volvemos a las fuentes de la casa onírica. Nuestra casa, captada en su potencia de onirismo, es un nido en el mundo. Vivimos allí con una confianza innata si participamos realmente, en nuestros ensueños, de la seguridad de la primera morada. Para vivir dicha confianza, tan profundamente inscrita en nuestros sueños, no necesitamos enumerar razones materiales de confianza. El nido tanto como la casa onírica y la casa onírica tanto como el nido -si estamos realmente en el origen de nuestros sueños- no conocen la hostilidad del mundo.



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