
Como Rimbaud, como
Casanova, esos grandes maestros de la inquietud permanente, también
Cendrars es uno de esos hombres “con las suelas voladoras”. Posee
la fascinante rapidez de movimientos de mercurio. Se escurre con esa
misma coherencia, sin perder su unidad, sin disgregarse a través de
los más remotos rincones de la tentación de partir. Ya aparezca en
París o junto al Amazonas, ya se hunda en lo más hirviente del
folklore negro —que fue uno de los primeros en difundir— o
vagabundee por las callejuelas del insomnio o los suburbios de otras
razas, todo en él es apetito, avidez, voracidad por la vida. Era
apenas un niño cuando se escapó por la ventana de la casa paterna,
en Neuchâtel, para no regresar jamás. “Tenía hambre/ Y todos los
días y todas las mujeres y todos los vasos/ Hubiera querido beberlos
y romperlos”. Así husmea el planeta, persiguiendo en la intimidad
de cosas y seres el rastro de un secreto, de una revelación. Porque
hay en él una fuerza expansiva que sobrepasa largamente los
contornos de cualquier existencia convencional, tornándolo liviano,
lanzándolo al fondo de sí mismo, al límite extremo de su voluntad
y su deseo.
Quiere conocer su
capacidad de conquista, de desafío, de imprevisto abrir el mundo de
par en par. La “vida forece en las ventanas del sol”, escribe.
Conocer las fronteras de su escenario vital, todos los delicados
matices que vinculan los lugares con las almas, todas las lenguas
vivas, el comportamiento y la soledad de los hombres, las formas de
su miseria y de su rebeldía. Huele la tierra, la palpa, la descubre
nombrándola con una nitidez de prisma, reconocido a cuanta cosa es
compartida por la sangre y la luz, a toda substancia y elemento.
Adora esa “realidad rugosa” dentro de la cual se pasea con la
intensidad de un animal prisionero: “Yo giro en la jaula de los
meridianos como una ardilla en la suya”. Pero nunca solo, en fin,
sino fraternalmente unido a los hombres, y no en el plano de la
especulación pura y el pensamiento, sino con el contacto personal,
con el calor de una real experiencia de dimensiones inconcebibles,
siempre su igual, el camarada incomparable de un instante y de toda
la vida.
Es así como su obra,
tanto en prosa como en verso, constituye un tenso canto de
solidaridad con los personajes y las materias terrestres,
definitivamente instalado en el lado diurno de la condición humana,
exaltado por los sentidos y por la violencia de su testimonio. Como
la de Saint John-Perse, también su poesía es un vasto inventario de
lugares y de profesiones, la sistemática alabanza del planeta. Sólo
que en Cendrars esa reverencia no está declarada. En cambio se la
siente en su interior como una presión y en torno a los vocablos
como una aureola. Es conciso, sintético, esencial. Pero esa radical
entrega suya a la vida constituye el contexto de su obra, el acento
que sostiene la vibrante enumeración del mundo que son sus libros.
Así es su poesía una especie de diario de viaje, un gran periodismo
del sueño en cada lugar, en cada movimiento. Apoya con fuerza los
pies en el suelo y sin embargo, a pesar de la implacable objetividad
de sus poemas, hay en ellos no sé qué extraño ascetismo, algo
cortante y seco que revela la tensión de un espíritu al que la
sensualidad no acaba nunca de someter.
Pues sólo para explorar
la intimidad de su alma Cendrars se abandona al duro, ardiente,
hipnótico mundo de la acción. Aunque en su más severa sabiduría
reconoce que “Asvherus es idiota, o puede confesarse en voz baja:
Yo soy un señor que en expresos fabulosos atraviesa las siempre
idénticas Europas y mira descorazonado por la portezuela”. Un
verso que recuerda la desdeñosa frase de Valéry cuando pretendían
deslumbrarlo con la belleza de un lugar: “En todas partes me
enseñan el mismo paisaje”. Pero en Cendrars la acción adquiere un
sentido de comunión humana, es una necesidad de vínculos
inmediatos, experiencia extrema de posesión de sí mismo y de
entrega. “Soy una especie de brahmán al revés”, declara. Y sabe
que esa frenética agitación no es más que un medio de alcanzar
algo, una interrogación. “La serenidad sólo puede lograrla un
espíritu desesperado. Hace falta haber vivido mucho y amar aún al
mundo”, nos dice. Por eso, perdido en un tráfago de continentes,
bajo la trompeta de los archipiélagos de la inconstancia,
itinerarios y hospedaje en cualquier clima y ola, en medio del
ensordecedor laboratorio de la aventura en que convirtió cada día
suyo, supo preservar la energía necesaria para crear una obra única,
de una desconcertante diversidad de títulos y géneros, verdadero
polipero de la pasión de narrar, de conocer, de una gran fuerza
liberadora y una crepitante certidumbre, sea cual sea la distancia a
que se la contemple.
Hay en Cendrars, en
efecto, toda una mística de la experiencia. En cada instante de su
destino se adivina la inquebrantable voluntad de identificar al
máximo el pensamiento y la conducta, el deseo y la acción, seguro
de que tanto para él como para el más obscuro de los hombres no
puede existir medio más seguro de alcanzar la medida exacta de su
poder y su sinceridad. Es natural, entonces, que el volumen de sus
poesías completas ostente un título que más parece una divisa, el
lema de su destino: “Del mundo entero al corazón del mundo”.
Camino que recorrió con una trayectoria fulgurante —aunque pasara
silencioso y desconocido por aldeas y ciudades— y que es, sin duda,
el itinerario de toda gran aventura espiritual. Por supuesto, le
apasiona la vida más que la literatura, aunque no podrá nunca
disociarlas. “Escribir es la cosa más contraria a mi
temperamento”, declara. Pues sus ideas, sus sueños, sus impulsos,
le exigen un compromiso total, se apoderan hasta del más
insignificante de sus gestos. Ningún refugio en la abstracción: “Yo
tengo música bajo las uñas”. Y bien: “Ya no leo los libros que
no se encuentran en las bibliotecas del A B C del mundo”, o si no:
“Este año o el año próximo la crítica de arte es tan imbécil
como el esperanto”. O definitivamente: “La vida que he llevado me
ha impedido suicidarme”.
Es la suya una
sensibilidad hemisférica, afinada a fuerza de escuchar el latido de
cada paraje, de cada forma, de cada sufrimiento o esperanza humana
compartidos en todas partes. Su mirada es aguda. Con esos pequeños
ojillos de elefante en esa tremenda cara suya de tantas difundidas
fotografías, Cendrars descubre inmediatamente lo que hay de más
significativo en cada alma, en cada cosa. Fue de los primeros en
reconocer el genio tiernísimo de Mc Chagall, lleno de violinistas y
asnos de los tejados, y fue quien primero se adelantó a saludar en
París, cuando aún era sólo un anónimo recién llegado, a ese otro
gran hermano suyo, Henry Miller, para quien desde ese momento será
el más extraordinario personaje que haya conocido nunca. Y algo
significa la palabra del autor de los “Trópicos” cuando dice
refriéndose a él: “Revivo o trato de revivir su vida, sus
pensamientos, sus emociones. Mi día, a pesar de hallarme tan
ocupado, sólo comienza en el océano de su ser prodigioso”. Como
es sabido, Miller ha escrito, además, un largo y apasionado prólogo
para sus dos obras completas en prosa, recientemente publicadas.
También Dos Passos le dedica un capítulo en su libro Oriente
Express, aparte de los trabajos de Jacques Henri Levesque y Louis
Parrot consagrados a su vida y su obra.
Cendrars vivió la tierra
en todos sentidos. No un turista, por supuesto, sino un hombre que
hace fermentar en su corazón la serpiente solar de toda latitud y de
toda embriaguez para rescatar finalmente su alma a las palabras, a la
costumbre, a la riqueza. No un literato simplemente, sino el pequeño
vagabundo en Moscú, “donde quería nutrirme de llamas”, al pie
del Transiberiano, entre las mercaderías de la locura: “cajas con
despertadores y relojes de cu-cú de la Selva Negra”, “cilíndricas
cajas de sombreros y un surtido de tirabuzones de Sheffeld”,
“ataúdes de Malmoë repletos de latas de conserva y sardinas en
aceite”, para aludir a la mágica enumeración del poema. El hombre
que pierde un brazo en la Legión Extranjera, en la guerra del 14, y
practica después treinta y seis oficios clasificables y todas las
inclasificables posibilidades de la evidencia y la lejanía. Poeta,
marino, soldado, contrabandista, bibliófilo, buscador de oro,
empresario de abejas, clasificador de la miel sangrienta que el sol
del Brasil hace hervir en el cielo de los negros y en la
desesperación de la costa, fabricante de las más ardientes
imputaciones a la domesticidad, a la resignación, libre morador del
paraíso de la inseguridad, su alma y su voz perpetuamente sometidas
a la presión azul de las antípodas. En una palabra, el rostro de
Cendrars, esos ojillos de juicio terrenal observando a través de
párpados entornados, esa sonrisa en la que brillan todas las
crónicas, nos dan una imagen perfecta de la salud del espíritu, la
ruda y tierna máscara amenazada de alguien que ya es dueño de sus
límites y su delirio en un rasgo definitivo: fe, confianza en sí
mismo.
Un lirismo tenso, una
corriente de imágenes de una fuerza plástica poco común, anima
tanto sus obras en prosa como sus versos. En las primeras sobresalen
Las confesiones de Dan Yack, El plan de la aguja, El hombre
fulminado, etc. En cuanto a la poesía, desde su primera publicación,
Pascuas en Nueva York, de 1912, hasta las más recientes, posee una
profunda unidad y pone en marcha algunos de los rasgos esenciales de
la lírica moderna, la incorporación de elementos de una realidad
que se transforma y un nuevo lenguaje, antipoético en el sentido
tradicional, incluyendo términos científicos, palabras técnicas y
de argot, datos de apariencia estrictamente informativa y que se
transforman, sin embargo, en la materia palpitante del poema, en una
ruptura total con las aspiraciones del simbolismo de “una poesía
pura en un lenguaje puro”.
Cendrars, al que
Apollinaire le debe, sin duda, el acento de su célebre poema “Zona”,
tan significativo de una época, publicó en 1913 ese gran canto a la
nostalgia y al viaje: La prosa del Transiberiano y de la pequeña
Jehanne de Francia, que no ha perdido uno solo de sus fuegos a través
de los años. En 1918 aparece El Panamá o la historia de mis
siete tíos, esa imprevisible epopeya de infancia en la que el humor
encuentra nuevas fórmulas llenas de ternura y de novedad. Siguen
luego Diecinueve poemas elásticos, Documentales, Hojas
de ruta, etc.
Cendrars intentó captar
la realidad inmediata en su plena objetividad, con un sentido
documental, intenso, instantáneo. Pero aparte sus fracasos y sus
realizaciones, pocas veces se ha dado en la poesía ese singular
poder suyo de crearla casi con la sola enumeración de las cosas,
prescindiendo a menudo de toda imagen y elemento retórico. Le basta
con dar a las cosas una alta expresividad, por una elección que las
aísla del conjunto llevándolas a primer plano, como si cada una de
ellas fuera la única y principal protagonista de sus sentidos. Así
les confiere una nitidez sorprendente, las ilumina con la luz del
diluvio. Esa acuidad particular, esa concisión casi obsesiva de cada
forma, son inseparables de su lirismo. Poesía visual si puede
haberla, que testimonia la solidez, la circulación del planeta.
Poesía de madera, de tablones clavados en el viento, que lo mismo
sabe construir un puente como apoderarse de una sanguijuela o
atravesar “esa niebla gris a ras del suelo agitada por un
estremecimiento perpetuo que son millones de mosquitos o las
exhalaciones amarillas de la podredumbre”. Poesía nacida —como
dice Gaëtan Picon— “de la adhesión de una conciencia abierta a
un mundo inagotable”.
Cada uno de esos poemas es
un triunfo contra la ambigüedad, una síntesis de experiencias muy
precisas. Se diría que para Cendrars no hubiera existido el problema
de la expresión. Cada palabra se llena de tal modo con su
significado que el lector las percibe casi como cosas. Vocablos sin
grandilocuencia, que no necesitan de ningún aparato verbal para
tornarse fosforescentes, pues se revisten de una dignidad especial en
el corazón de este poeta, que los ha recogido en la corriente misma
de la vida.
En febrero del corriente
año Blaise Cendrars ha muerto en París. Sus amigos retiraron por la
ventana el ataúd. Así ha entrado a la eternidad de la misma manera
en que se lanzó a la aventura humana saltando por la remotísima
ventana de su infancia. Y sin duda habrán seguido su cortejo algunos
de esos célebres violinistas de Chagall, su dedicatoria del
Transiberiano: “A los músicos”, la constelación de Orión “con
la forma de su mano cortada”, y sus grandes admirados: Villion,
Fantomas, Gerardo de Nerval. De todos modos, ante la magnífca hazaña
de su existencia y de su poesía, podemos repetir la frase de Miller
al camarada insubstituible: “Eres tú quien, viviendo como lo has
hecho, automáticamente nos ayudas a todos nosotros, por todas partes
donde los hombres vivan su vida”.
24 de diciembre de 1961 /
Publicado en “Cendrars”, Ediciones del Mediodía, Buenos Aires,
1968
(fuente:
Taller Igitur - Revista Literaria)