jueves, 10 de septiembre de 2015

LEOPOLDO MARECHAL



RIMBAUD: UN MÍSTICO EN ESTADO SALVAJE

La obra de Arthur Rimbaud no está signada por la «extensión: (un solo volumen le contiene, y con holgura), sino por la fecundidad», que, según Valéry, también es una dimensión de la obra poética, y acaso la más interesante: su vida, iniciada bajo el signo de la precocidad, ha solicitado la atención de biógrafos, no siempre caritativa. El caso de Rimbaud, su asombroso mundo poético, su vida fluctuante, ¡ay!, entre una tierra no aun demasiado vista y un cielo excesivamente adivinado, constituyen una arteria tan sensible, tan lastimada en sí, que no se atreve uno a poner las manos en ella; contenido por el noli me tangere que suelen gritarnos a veces (flores o almas) algunas vidas excepcionales. La definición que Paul Claudel nos hace de Rimbaud, al considerarlo «un místico en estado salvaje», no sólo me parece la más reverente, sino también la capaz de iluminarnos con respecto a la vida y obra del poeta. Trataré, pues, de ahondar en la definición claudeliana, tan generosa como audaz y de considerar hasta qué punto Rimbaud era «un místico» y por qué lo era «en estado salvaje».

Sólo el acto de la contemplación se asemejarían al místico y el poeta, y si digo en el acto de contemplar, no digo en el fruto que  de la contemplación alcanzan el uno y el otro, porque media entre ambos una distancia infinita. El místico alcanza la contemplación de toda la verdad en Dios, como en su fuente y principio; da en el Ser, abarcando en una sola mirada todos sus trascendentales. El poeta, contemplador estético, da en un solo trascendental, el de la hermosura, logrando en sus contemplaciones sólo aquel «esplendor de lo verdadero» que los platónicos enseñaban como ser y definición de la belleza.

¡Cuán tempranamente se dieron en Rimbaud aquella excelencia y aquel dolor de contemplar al Ser en los vislumbres de su hermosura! ¡Señor, un niño: un niño que, desertando las claras veredas de su edad, adivina en el esplendor de las formas visibles todo un mundo invisible que dejará en la lengua de su alma como un gusto de cielo, y que destrozará su vida en la persecución de ángel torpe o de águila enceguecida! ¡Señor, un niño que, receloso de la realidad visible, descubre ya ese valor de signo que tienen las cosas, y sus correspondencias inefables, visión que le robará la paz de este mundo, sin asegurarle la del otro!

Y aquí viene aquello del  «estado salvaje», atribuido a Rimbaud en tanto que místico. Paul Claudel es demasiado buen teólogo para no haber sido exacto en su definición del poeta adolescente: claro está, el poeta y el místico inician su contemplación en el mismo grado, en el de las criaturas.

Un místico en estado salvaje. Sí. Pero, además de la visión poética está la vocación del artista llamado a darle, en la palabra, una existencia diferente: la triste vocación del poeta llamado a convertir la materia de su dolor en materia de su canto. Y el arte de Rimbaud es una tentativa sobrehumana de manifestar lo inmanifestable, de apresar una visión infinita en el ámbito finito de un idioma y de comunicar al vocablo, sino la forma, al menos la temperatura de su alma. ¡Divina locura, peligrosa locura! ¿No fue, quizá, la que se apoderó del sátiro Marsias cuando, atreviéndose a imitar el arte de los dioses, desafió al mismo Apolo a una batalla de música? También Rimbaud fue derrotado: fue derrotado ante sus propios ojos (todo poeta lo ha sido y lo será eternamente) al sondear la distancia infinita que mediaba entre la infinitud de su mundo poético y la ineluctable limitación de su canto; pero triunfó ante los que saben leer el todo en un átomo y reconstruir el alma de un poeta con los fragmentos de su canción imposible, con el relámpago de sus furtivas iluminaciones.

Y así se explica, tal vez, la vida y obra de Rimbaud. El fracaso de su aventura celeste quizá lo impulsó a las aventuras de la tierra y a buscar en el paso monótono de las caravanas un paréntesis de olvido entre este vida y la otra. Su desmesurada vocación de canto lo devolvió quizás al silencio, principio y fin de toda música. Y su temprana muerte fue un regalo del cielo, que suele ahorrar a veces en la penuria de sus elegidos.



(fuente: buenosaires poetry)

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