RIMBAUD:
UN MÍSTICO EN ESTADO SALVAJE
La
obra de Arthur Rimbaud no está signada por la «extensión: (un solo volumen le
contiene, y con holgura), sino por la fecundidad», que, según Valéry, también
es una dimensión de la obra poética, y acaso la más interesante: su vida,
iniciada bajo el signo de la precocidad, ha solicitado la atención de
biógrafos, no siempre caritativa. El caso de Rimbaud, su asombroso mundo
poético, su vida fluctuante, ¡ay!, entre una tierra no aun demasiado vista y un
cielo excesivamente adivinado, constituyen una arteria tan sensible, tan
lastimada en sí, que no se atreve uno a poner las manos en ella; contenido por
el noli me tangere que suelen gritarnos a veces (flores o almas) algunas vidas
excepcionales. La definición que Paul Claudel nos hace de Rimbaud, al
considerarlo «un místico en estado salvaje», no sólo me parece la más
reverente, sino también la capaz de iluminarnos con respecto a la vida y obra
del poeta. Trataré, pues, de ahondar en la definición claudeliana, tan generosa
como audaz y de considerar hasta qué punto Rimbaud era «un místico» y por qué
lo era «en estado salvaje».
Sólo
el acto de la contemplación se asemejarían al místico y el poeta, y si digo en
el acto de contemplar, no digo en el fruto que
de la contemplación alcanzan el uno y el otro, porque media entre ambos
una distancia infinita. El místico alcanza la contemplación de toda la verdad
en Dios, como en su fuente y principio; da en el Ser, abarcando en una sola
mirada todos sus trascendentales. El poeta, contemplador estético, da en un
solo trascendental, el de la hermosura, logrando en sus contemplaciones sólo
aquel «esplendor de lo verdadero» que los platónicos enseñaban como ser y
definición de la belleza.
¡Cuán
tempranamente se dieron en Rimbaud aquella excelencia y aquel dolor de
contemplar al Ser en los vislumbres de su hermosura! ¡Señor, un niño: un niño
que, desertando las claras veredas de su edad, adivina en el esplendor de las
formas visibles todo un mundo invisible que dejará en la lengua de su alma como
un gusto de cielo, y que destrozará su vida en la persecución de ángel torpe o
de águila enceguecida! ¡Señor, un niño que, receloso de la realidad visible,
descubre ya ese valor de signo que tienen las cosas, y sus correspondencias
inefables, visión que le robará la paz de este mundo, sin asegurarle la del
otro!
Y
aquí viene aquello del «estado salvaje»,
atribuido a Rimbaud en tanto que místico. Paul Claudel es demasiado buen
teólogo para no haber sido exacto en su definición del poeta adolescente: claro
está, el poeta y el místico inician su contemplación en el mismo grado, en el
de las criaturas.
Un
místico en estado salvaje. Sí. Pero, además de la visión poética está la
vocación del artista llamado a darle, en la palabra, una existencia diferente:
la triste vocación del poeta llamado a convertir la materia de su dolor en
materia de su canto. Y el arte de Rimbaud es una tentativa sobrehumana de
manifestar lo inmanifestable, de apresar una visión infinita en el ámbito
finito de un idioma y de comunicar al vocablo, sino la forma, al menos la
temperatura de su alma. ¡Divina locura, peligrosa locura! ¿No fue, quizá, la
que se apoderó del sátiro Marsias cuando, atreviéndose a imitar el arte de los
dioses, desafió al mismo Apolo a una batalla de música? También Rimbaud fue
derrotado: fue derrotado ante sus propios ojos (todo poeta lo ha sido y lo será
eternamente) al sondear la distancia infinita que mediaba entre la infinitud de
su mundo poético y la ineluctable limitación de su canto; pero triunfó ante los
que saben leer el todo en un átomo y reconstruir el alma de un poeta con los
fragmentos de su canción imposible, con el relámpago de sus furtivas
iluminaciones.
Y
así se explica, tal vez, la vida y obra de Rimbaud. El fracaso de su aventura
celeste quizá lo impulsó a las aventuras de la tierra y a buscar en el paso monótono
de las caravanas un paréntesis de olvido entre este vida y la otra. Su
desmesurada vocación de canto lo devolvió quizás al silencio, principio y fin
de toda música. Y su temprana muerte fue un regalo del cielo, que suele ahorrar
a veces en la penuria de sus elegidos.
(fuente:
buenosaires poetry)
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