LA
LITERATURA Y EL MAL (Fragmento)
Siempre
tengo esta certidumbre: la humanidad no está hecha de seres aislados, sino de
comunicación entre estos seres; jamás nos entregamos, ni siquiera a nosotros
mismos, más que a través de una red de comunicaciones con los otros, nos
sumergimos en la comunicación, nos reducimos a esta comunicación incesante de
la que, hasta el fondo de la soledad, sentimos la ausencia, como sugestión de
posibilidades múltiples, como la espera de un instante en el que se resuelve
esa ausencia en un grito que los otros escuchan. La existencia humana no está
en nosotros, en esos nudos en los que periódicamente se anuda, lenguaje hecho
grito, espasmo cruel, risa enloquecida, de donde el asentimiento nace de una
conciencia al fin compartida de impenetrabilidad de nosotros mismos y del
mundo.
La
comunicación, en el sentido en que yo quisiera entenderla, no es jamás tan
fuerte como en el momento en que la comunicación en sentido débil, la
comunicación que supone el lenguaje profano (o, como dice Sartre, de la prosa,
que nos hace volvernos sobre nosotros mismos -y que vuelve al mundo- de manera
transparente) se nos entrega como vana, y en cierta manera como una
equivalencia de la noche. Hablamos de distintas maneras para convencer y buscar
el acuerdo. Queremos establecer verdades humildes que se concierten con las de
nuestros semejantes, nuestras actitudes y nuestra actividad. Este incesante
esfuerzo que tiende a situarnos en el mundo de una manera clara y distinta
sería aparentemente imposible, si nosotros no estuviéramos antes vinculados por
el sentimiento de la subjetividad común, impenetrable en sí misma, a la que es
impenetrable el mundo de los objetos distintos. A todo precio, debemos captar
la oposición entre dos suertes de comunicación, cuya distinción es difícil: se
confunden en la medida en que el acento no recae sobre la comunicación más
fuerte. Sartre ha dejado este punto en un estado confuso: ha visto con acierto
(e insiste en ello en La Nausée) el carácter impenetrable de los objetos: los
objetos no comunican con nosotros en manera alguna. Pero no ha situado de
manera precisa la oposición de sujeto a objeto. La subjetividad es algo
evidente a sus ojos, es lo que es evidente. Por una parte, me parece que se
inclina a minimizar la importancia de esta intelegibilidad de los objetos que
percibimos en los fines que les concedemos, y en el uso de estos fines. Por
otra parte, su atención no se dirige suficientemente sobre esos momentos en los
que una subjetividad que, siempre e inmediatamente, nos es entregada en la
conciencia de otras subjetividades, en la que la subjetividad aparece
precisamente inteligible, en relación con los objetos usuales y, más
generalmente, del mundo objetivo. Sartre no puede ignorar, evidentemente, esta
apariencia, pero se vuelve en espaldas en los momentos en que los que sentimos
de la misma manera náuseas, porque en el instante en que la inteligibilidad se
nos presenta, se nos ofrece bajo un aspecto insalvable, un cierto carácter
escandaloso. Lo que, en última instancia, para nosotros es, es escándalo, la
conciencia de ser es escándalo de la conciencia, y no podemos -incluso no
debemos- asombrarnos. Pero no debemos quedarnos en las palabras: el escándalo
es lo mismo que la conciencia, una conciencia sin escándalo es una conciencia
enajenada, una conciencia, como lo demuestra la apariencia, de objetos claros y
distintos, inteligibles o considerados como inteligibles. El paso de lo
inteligible a lo ininteligible, a lo que no siendo cognoscible, de pronto deja
de sernos tolerable, está ciertamente en el origen de este sentimiento de
escándalo, pero se trata menos de una diferencia de nivel que de una
experiencia dada en la comunicación mayor de los seres. El escándalo es el
hecho -instantáneo- de una conciencia de otra conciencia, y mirada de otra
mirada (de esta manera es íntima fulguración, alejándose de lo que le ata
ordinariamente su conciencia a la inteligibilidad duradera y sosegadora de los
objetos).
Se
ve, si se me ha seguido, que existe una oposición fundamental entre la
comunicación débil, base de la sociedad profana (de la sociedad activa, en el
sentido en que la actividad se confirma con la productividad) y la comunicación
fuerte, que abandona las conciencias que reflexionan unas sobre otras, en ese
impenetrable su "último centro". Se ve también que la comunicación
fuerte es primero, es un dato simple, apariencia suprema de la existencia, que
se revela a nosotros en la multiplicidad de las conciencias y en su
comunicabilidad. La actividad habitual de los seres -lo que llamamos
"nuestras ocupaciones"- les separa de los momentos privilegiados de
la comunicación fuerte, que son el fundamento de la sensualidad y de las
fiestas, que son el fundamento del drama, del amor, la separación y la muerte.
Estos momentos no son iguales entre sí: con frecuencia los buscamos por ellos
mismos (siendo así que sólo tienen sentido en el instante y que es
contradictorio concertar su retorno); podemos conseguirlo con la ayuda de
pobres medios. Pero no importa: no podemos prescindir de la reparación (aunque
sea dolorosa, desgarradora) del instante en que la impenetrabilidad se revela a
las conciencias que se unen y se penetran de una manera ilimitada.
Ante
la posibilidad de no ser definitivamente o demasiado cruelmente desgarrados,
mantenemos con el escándalo que a todo precio queremos levantar -y del que
queremos huir- un vínculo indefectible, pero lo menos doloroso que nos es dado,
tanto en religión como en arte (en arte, que heredó parte de los derechos de la
religión). La cuestión de la comunicación está siempre poseída en la expresión
literaria: ésta es poética o no es nada (sólo la búsqueda de conciertos
particulares o la enseñanza de verdades subalternas que Sartre designa al
hablar de la prosa)
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