El poema, ese demonio de la insatisfacción permanente
A lo largo de mi vida, en esta sucesión de etapas signadas por los vaivenes de la pasión y por el esplendor de la tierra, la poesía se ha ordenado y nacido –para mí- a partir del asombro de cada instante, más que de la adhesión a una poética determinada. He esperado de ella que hiciera posible esa difícil conjunción del paisaje interior con el afuera, del verbo con el acaecer; una instancia de encuentro, en fin, entre la palabra y los días, entre la realidad de la conciencia y la tierra, donde está presente el universo despierto, iluminado, tenso y asombrado de hombres y mujeres, de pájaros y batracios, de hormigas y palmeras, de cuanto he conocido en varias y sustantivas dimensiones.
La poesía no puede ser otra cosa que un diálogo abisal entablado entre el ser y el mundo, entre el interior y los datos de los sentidos volcados al espectáculo de una realidad palpable y deslumbrante. El poema es el signo de ese diálogo y sólo puede comprendérselo como una experiencia vital irrenunciable, como expresión del torbellino de la emoción y el deseo, y sobre todo de la energía profunda que él mismo engendra: el demonio de la insatisfacción permanente. Sobre estos elementos he intentado elaborar una forma particular de expresión, que quizás no ha sido otra cosa que una manera de vivir, una praxis determinada del poema. A ese reverbero de una aventura sin solución me he sometido siempre y también a él obedece lo que más estimo en la poesía: su orden terrestre, su sabiduría trascendente, su rostro misterioso y translúcido.
Antes de reflexionar sobre la poesía, sobre la razón de su incandescente existencia, el hombre efectúa un ejercicio y un práctica de ella. Así, la poesía es una forma de conocimiento, pero a condición de ser simultáneamente la más desesperada tentativa de salvación de nuestras raíces esenciales. Una poética, a mi juicio, es ente todo una expresión del ser, y la que pudiera estar implícita en mi obra, se me revelado a medida que ésta se ahondaba y construía. Como en el mito de Tántalo, todos los dones están a nuestro alcance, pero se fugan y retroceden a medida que estamos por aprehenderlos; su realidad es siempre el hambre, la carencia, pero paradójicamente presente en la maravillosa plenitud del mundo. Pues el mundo es de naturaleza tantálica y extrañamente ambiguo. Al mismo tiempo que exalta la belleza, el caos de los vínculos y los afectos, el deslumbramiento ante todos los seres, una mosca o una aventura impía, integra también en cada latido la negación y la muerte. Quizás por ello, y para repetirme, llamo poética a ese gran horizonte del deseo.
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