HAROLDO
CONTI
(Entrevista
por Heber Cardoso y Guillermo Boido y publicada en La Opinión el 15 de junio de
1975)
¿Cómo
Haroldo Conti vino a resultar un escritor?
–Habría
que contar la historia de uno mismo. La cosa empezó de esta manera. Yo era
alumno de una escuela de pupilos. En aquel tiempo no había cine, y
reemplazábamos esa diversión dominical con unas funciones de títeres. Yo me
ocupaba de escribir los libretos que, como en todas las seriales, se acababan
en el momento de mayor suspenso y se continuaban en el próximo domingo. Así
nació en mí una parte de esa vocación por la literatura.
La
otra parte se la debo a mi padre. El siempre fue un gran cuentero y lo es
todavía. Es un hombre de pueblo que cuenta y cuenta cosas como toda la gente de
pueblo, que a veces no tiene otra cosa que hacer. Mi padre era un viajante, un
tendero ambulante y yo salía a recorrer el campo con él; se encontraba con la
gente y antes de venderle nada se ponía a charlar y contar cosas. Así recibí
ese hábito de contar oralmente.
Un
día en el colegio de curas donde estudiaba, se me ocurrió escribir una novela
misional, sobre aventuras de misioneros en tierras extrañas. La novela se
llamaba Luz en Oriente. No me acuerdo si la terminé. Así fue naciendo la cosa.
Después ingresé a la Facultad de Filosofía y Letras y hubo una época de
silencio en la que me dediqué a estudiar y, voluntariamente, dejé todo ese tipo
de inquietudes. Por ese camino acabé siendo un triste profesor de escuela
secundaria. Hace veinte años que enseño latín. Después se me dio por el teatro.
En aquella época estaban en boga los teatros independientes. La experiencia fue
dramática: en esa época la Municipalidad de Buenos Aires había organizado
jornadas de teatro leído en el Odeón. Se seleccionaban obras de autores noveles
y se leían al público. Lo lamentable era que el público estaba constituido por
aquellos que habían sido rechazados en el concurso. En cuanto los actores comenzaban
con el parlamento, los del público, que estaban con una bronca negra, se
levantaban y empezaban a despotricar contra la obra. Y eso fue lo que me pasó a
mí y me borré para siempre del teatro. Por aquellos años conocí el Delta, uno
de los metejones de mi vida, me dediqué a construir un barco, me fui metiendo
muy adentro de un determinado mundo, fui conociendo la gente de la costa, los
isleños, la gente de barcos. Y con toda naturalidad, mientras construía ese
barco, surgió Sudeste. Así empezó todo.
–¿Sudeste
es para usted su novela más importante?
–Es
quizá la novela mía que más ha importado. Pero cada novela mía es un pedazo de
mi vida, son vidas que he vivido con la misma intensidad con que se vive una
vida. En la medida en que quiero esas vidas, quiero esas novelas. Ustedes saben
que yo tengo un especial cariño por Alrededor de la jaula, a diferencia de lo
que muchos lectores opinan.
–Una
vez usted dijo que En vida clausuraba una etapa de su obra.
–En
parte sí. En el sentido de que me ayudó a superar esa crisis. Pero, además,
hubo otras influencias literarias vitales. Viajé dos veces a Cuba y esa fue una
experiencia decisiva. Creo que Mascaró y La balada del álamo carolina, las
obras que aparecerán dentro de poco, son el resultado de esas influencias.
–¿Le
hace feliz escribir?
–En
absoluto. Es un gran dolor, un gran esfuerzo, inclusive físico. Me crea
problemas personales, de relación; me vuelvo huraño, fastidioso. Escribo porque
no tengo más remedio. Escribo o me muero. Es como estar embarazado, supongo.
Después uno pare y se acabó. Se siente mejor, más aliviado.
–Cuando
escribe, ¿piensa especialmente en algún tipo de lector?
–No
lo sé bien. Faulkner, que tenía un concepto machista del asunto, decía que uno
escribe para las mujeres. Yo vengo del cine, hago cine; como novelista me
importa mucho precisar imágenes, formas, colores, sonidos, músicas. Incluso
suelo pensar mis novelas en secuencias, no en capítulos. Bueno, a veces trato
de imaginar a ese lector prototípico para el que escribo. Pero nunca puedo
precisar del todo sus riesgos, su condición social, sus exigencias para
conmigo. Quizás poco antes de morir venga y me diga: "Estuvo escribiendo
para mí". Va a ser una experiencia interesante.
–¿Cómo
llega a saber si un tema se convertirá en cuento o novela?
–No
lo sé realmente, pero lo intuyo. Sé instintivamente cuándo un tema da para un
cuento y otro para novela. La cosa es inapelable. Si una cosa se me da para
cuento es inútil que la fuerce como novela. Son técnicas totalmente distintas;
incluso mi estado de ánimo es totalmente distinto cuando escribo una novela. La
novela es como una vida que tengo que vivir. En cambio si un cuento no lo
escribo inmediatamente, de una vez, se me madura interiormente y después no me
dice nada; ya me lo conté a mí mismo y ya no lo sé contar de otra forma. Se me
maduró demasiado, se me pudrió. Tengo que estar dos días sobre la máquina y el
cuento sale.
–A
lo largo de su oficio se habrá preguntado muchas veces para qué sirve escribir.
–Por
supuesto. Uno se pregunta si no es una tarea inútil la nuestra, eso de escribir
fatigosamente, de atornillarse a una silla sin saber si vamos a trascender ese
acto individual y llegar a un público. A veces ocurre que las ganas de escribir
son como una enfermedad y uno escribe para curarse. He dicho muchas veces que
yo no escribo la Historia sino las historias de las gentes, de los hombres
concretos. Escribo para rescatar hechos, para rescatarme a mí mismo. Podría
decirles más: creo que toda mi obra es una obsesiva lucha contra el tiempo,
contra el olvido de los seres y las cosas. Uno siente que envejece, que se va y
quiere que algunas cosas, de alguna manera, permanezcan. Es una cuestión,
diríamos, metafísica, y determina todo lo que escribo.
Eso
se ve claramente en Mi vida, que es un claro rescate del pasado. En esa novela
puse a Alan Crosby, mi amigo del Tigre y lo llamé Paco. En la vida real, Alan
Crosby no se salvó, ahí anda, borracho perdido. Yo quise rescatarlo en Paco, en
esa figura literaria. Y en Mascaró, mi nueva novela, y en los cuentos que
escribí en estos últimos tiempos incluyo abiertamente a mis amigos, a la gente
que quiero. En Mascaró, por ejemplo, casi todos los personajes fueron
elaborados a partir de amigos míos: Tony Beck, el Nene Bruzzone, el Capitán
Alfonso Domínguez que murió hace años pero yo lo conservo vivo en esa novela,
incluso le he dado un poco más de vida de la que tenía en la realidad. Es una
manera de compartirlos con todo el mundo. Acabo de dedicar un cuento a mi tía
Haydée, que representa mucho para mí; y pongo "A mi tía Haydée para que
nunca se muera". Sé que ese cuento, de alguna manera, en alguna biblioteca
va a sobrevivir y que de acá a cien años alguien va a abrir ese libro y ella va
a estar viva, porque ahí en ese cuento la dejé viva para siempre. También yo me
siento vivo en alguno de esos personajes, Oreste, por ejemplo, el protagonista
de En vida.
–En
alguna ocasión ha dicho que con En vida había terminado haciendo una literatura
muy "individualista". ¿Qué significa eso?
–Simplemente
que estaba contando el drama de un pobre tipo y no el de un pueblo. La novela
apareció en momentos en que en nuestro país ocurrían hechos sociales de enorme
importancia. Algunos me acusaron de dar la espalda a la realidad del país;
otros dijeron que la novela era francamente reaccionaria, porque yo me ocupaba
de un problema individual en plena dictadura. A muchos amigos uruguayos, por
ejemplo, la novela no les dijo nada, ellos estaban inmersos en el clima
político de su patria, en la efervescencia militante. No fue así en España;
claro, allá estaban en otra cosa. Pero creo que hay tiempos y estados de
lectura, y con En vida sucedió esto: el tiempo de lectura no coincidió con el
tiempo social. Tal vez más adelante pueda ser evaluada como hecho literario y
no como desfasaje entre ambos tiempos.
–¿Para
qué sirve, desde el punto social o político, contar el "drama de un pobre
tipo"?
–A
veces se habla de compromiso únicamente en términos políticos, como si el
escritor debiera ser solamente el portaestandarte de una causa política. Uno se
puede comprometer con un sistema político, pero también con un drama
individual, por ejemplo el de un hombre que padece un cáncer o un drama
amoroso. El hombre en su totalidad es una causa. Mucha gente habla de
revolución y olvida que las revoluciones las hacen los tipos concretos. En En
vida quise hacer la radiografía de un hombre del montón, jodido por esta
sociedad, castrado en sus posibilidades de elegir.
Lo
que algunos no vieron es que Oreste termina por hacer su elección, y eso está
dicho explícitamente en el último párrafo. Hay en el protagonista una
revolución interior, un cambio de actitud vital. Es el problema moral por
excelencia: el de la libertad. Y es que la revolución empieza en el individuo,
no se impone por decreto. Si en mi obra reciente, creo, aparece un mayor
compromiso con lo social, eso ocurrió por añadidura, y me alegro. Pero no me lo
propuse ex profeso. Por ejemplo, en uno de los cuentos, "Mi madre andaba
en la luz", traté de contar el drama de un pueblito, Warnes. Sin abandonar
mi tono, mis climas anteriores. Sigo creyendo que es una torpeza fijar de
antemano el tipo de literatura que uno debe escribir. No puede haber otra
preceptiva más que la que surge de la honestidad consigo mismo.
–Hay
una polémica muy actual acerca de la condición del escritor. ¿Se considera un
trabajador?
–Sí,
acepto ese término.
–¿Aun
en esta sociedad burguesa?
–Claro.
Y creo que un trabajador no tiene privilegios en mérito a la función que
cumple. Niego esa aureola, esa condición de aristócrata con que se han
revestido muchos escritores burgueses. ¿Qué diferencia hay entre lo que hacía
mi abuelo, que era carpintero, o mi padre, un tendero y vendedor ambulante, y
lo que yo hago? Mi abuelo manejaba el serrucho y la garlopa; yo manejo mi
máquina de escribir, mis ideas y un lenguaje. Ni siquiera estoy exceptuado del
esfuerzo físico. No quiero que mi oficio me destaque o jerarquice: como dice
Mario Benedetti, "no hay prioridades para el escritor". El único
privilegio al que puedo aspirar es que algún día mis compañeros albañiles o
mecánicos me reconozcan como uno de los suyos. Y así como alguien podrá decir
"mi orgullo es ser albañil", yo diré "mi orgullo es ser
escritor", el de construir historias tal como el albañil construye casas.
–¿Pero,
en esta sociedad, acaso el escritor es tan explotado como un albañil?
–La
explotación se manifiesta concretamente en la lucha diaria para sobrevivir.
Hablo de la Argentina, caso que conozco bien. A los escritores nos trampean,
nos amarran con contratos leoninos (si es que nos publican), nos arreglan con
el famoso diez por ciento de tapa, no podemos controlar las ediciones ni los volúmenes
de venta. Y los contratos son puramente formales. ¿No es una explotación como
cualquier otra? Y no me pregunten si puedo vivir de la literatura de este modo.
Está claro que no. Miren mi caso personal; tengo seis o siete premios
internacionales y sin embargo mi ingreso fijo siguen siendo los doscientos mil
pesos mensuales que gano como profesor de latín en una escuela secundaria.
Otros halagos económicos no tengo. Me gusta viajar. Creo que para mi oficio es
imprescindible conocer lugares y gentes. Viajaría eternamente, pero los viajes
me los tengo que financiar yo, generalmente. De modo que un viaje hacia lo
desconocido y maravilloso puede ser irme a mi pueblo, a doscientos kilómetros;
es toda una hazaña, pero cuesta muchos pesos. Por eso es que no me queda más
remedio que vender mi obra y discutir el precio.
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