EL
LOCO
Cuando
en mis mocedades de aprendiz lo dejé todo: surrealismo, Universidad, vanidades
efímeras y me instalé en lo más alto de Atacama, el que me defendió fue
Huidobro: -“Déjenlo, les dijo a mis detractores, Gonzalo es un loco que
necesita cumbre”
Es
que los locos somos hijos de Dios, pienso hoy en la reniñez de los ochenta. Si
hay una palabra que he amado y sigo amando es la palabra nadie que ya andaba en
Homero –“Nadie me ha herido”-. O en aquel Juan de Yepes, Juan de la Cruz, que
sigue siendo el único poeta de fundamento para mí en el español inabarcable
–páramo más páramo-, que empieza en Castilla y crece sigiloso hasta la
Antártica.
Lo
dijo alguna vez Paul Celan, poeta mío, y pudo también haberlo dicho Vallejo,
ese otro gran balbuceante del misterio: “Alabado seas, Nadie”. Si hay una
palabra que he amado y sigo amando es nadie. Porque, si somos polvo también
somos enigma y de eso estamos hechos. Más claro: no me gusta hablar de lo
inhablable, o inefable. Todo lo más, escribo líneas en el viento desde mi
infancia, de izquierda a derecha pero también del otro lado porque todo es así,
desde el momento que no hay cosa que no sea otra cosa. ¿Será a eso a lo que
llamamos realidad? La poesía se adelanta y sus agujas marcan el vuelo de las
aves. Tanto se habla de la abolición del yo, que dicho ocultamiento se ha hecho
sospechoso de originalismo irrisorio.
De
lo que escribe uno no sabe, dijo el ítalo-argentino Antonio Porchia, y ese sí
que sabía. Ser nadie es aquél al que no se le ve la mano, como a Dios. Al otro,
al que se oculta detrás de lo impersonal forzado, también se le ve la mano
aunque la esconda.
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