miércoles, 2 de octubre de 2013

ODYSSEAS ELYTIS




DISCURSO DE ACEPTACIÓN PREMIO NOBEL -1979-


Ruego a ustedes me perdonen que les hable desde el comienzo, sin preámbulo alguno, acerca de la luminosidad y la transparencia. Y ello es así por cuanto esas dimensiones –la luminosidad y la transparencia–, aparte de haber sido y de ser las distintivas del medio en que me tocó vivir, han ido paulatinamente cobrando forma y fuerza dentro de mí hasta llevarme a la necesidad de buscar mi expresión propia. Por lo demás, me parece que la experiencia personal y las virtudes del lenguaje que utiliza el artista o el poeta, constituyen aportes sustanciales para el logro de la mayor visibilidad posible, visibilidad que se vuelve tanto más necesaria cuanto más densa es la oscuridad que caracteriza a la época en que vivimos.

Cuando hablo de visibilidad no me refiero a la mera posibilidad de ver los objetos en todos sus detalles, sino al sentido de captación de su esencia, al poder de transmutarlos hasta convertirlos en una transparencia cuya significación metafísica está implícita en sí misma. Se trataría de una especie de superación de la materia, tal como lo consiguieron plenamente, los escultores del período cicládico, o como lo lograron los pintores de íconos de Bizancio, quienes, a partir del color puro, llegaron a poner de manifiesto el sentido de la “luz divina”. Se trata de una operación penetrante y al mismo tiempo transformadora de la realidad que, por su parte, la poesía ha tratado siempre, según creo,de llevar a cabo en sus mejores expresiones, y para ello no se ha limitado a lo “ya conseguido “sino que se ha lanzado a lo que “podía conseguirse”. Es este un hecho que no ha sido debidamente apreciado, tal vez porque las neurosis colectivas no lo han permitido, o porque cierto materialismo no dejó que los ojos del hombre se abrieran lo suficiente.

Así, la belleza y la luz fueron percibidas de un modo anodino, inadecuadamente. Y esto se debe a que es más severo el esfuerzo exigido para llegar a configurar dentro de uno mismo al ángel, que el demandado para dejar en libertad toda suerte de demonios.
Existe ciertamente el enigma. Existe ciertamente el misterio. Pero el misterio no es una puesta en escena que se sirve de juegos de sombras y tinieblas con el solo fin de impresionarnos. Es aquello que, aún en medio de la luz absoluta, continúa siendo misterio y se convierte en ese resplandor que atrae y que llamamos belleza. La belleza constituye un camino –quizá el único– hacia la parte desconocida de nuestro ser, hacia aquello que nos excede. De aquí se deriva una definición más de la poesía: es el arte de aproximarnos a lo que nos sobrepasa.

Hay miríadas de signos secretos diseminados en el universo, que constituyen sílabas de un lenguaje desconocido con las que podemos componer palabras, y con las palabras, frases que, al descifrarlas, nos acercarán a la más recóndita verdad.
Pero ¿dónde se halla, en última instancia, la verdad? ¿En el deterioro y en la muerte que comprobamos a diario a nuestro alrededor, o en el impulso que nos lleva a creer que este mundo es eterno e inagotable? Es prudente que evitemos las expresiones grandilocuentes, lo sé; sin embargo, desde tiempos inmemoriales las teorías cosmológicas las utilizaron, chocaron entre sí, florecieron, se marchitaron. La esencia permaneció. Permanece.

Por su parte, la poesía aparece allí donde la racionalidad depone sus armas; y al internarse con ellas en la zona prohibida, demuestra que está fuera del alcance del deterioro. Ella preserva a través de una forma nítida los elementos vitales y permanentes que, a semejanza de las algas en la profundidad de los mares, no pueden distinguirse en la oscuridad de la conciencia. Es por eso que nos resulta tan necesaria la transparencia, ya que nos permite distinguir los nudos en el hilo tendido a lo largo de los siglos, ayudándonos de ese modo a permanecer de pie sobre la tierra.

De Heráclito a Platón y de Platón a Jesús, descubrimos esta “trama” que llega hasta nuestros días bajo formas distintas, diciéndonos siempre lo mismo: que dentro de este mundo se va componiendo, con los elementos de este, el otro mundo, el “más allá”, otra realidad, aquella que está por encima de la realidad aparente en que nos debatimos, contrariando el orden de la naturaleza. La otra realidad nos pertenece, y si no logramos acceder a ella es por nuestra propia incapacidad.

No es nada casual que en épocas sanas el bien haya sido identificado con lo bello, y lo bello con el sol. Y esto es así porque, a medida que la conciencia se purifica, se llena de luz, las zonas de sombra van disminuyendo hasta desaparecer, dejando vacíos que son ocupados por otras de signo opuesto, tal como ocurre en el campo de las leyes naturales. O sea que, en última instancia, se genera una realidad que se sustenta en el “aquí “y en el “más allá”. Poco importa si es Apolo o Venus, Cristo o la Virgen, en quienes se encarne y personifique aquello que en ciertos momentos presentimos y necesitamos ver materializado; lo que sí importa es que cualquiera de ellos nos permita respirar la inmortalidad. En mi opinión, corresponde a la poesía, al margen de todo dogma, posibilitar esa respiración.

¿Cómo no referirme aquí al gran poeta Hölderlin, quien tuvo la misma mirada tanto para los dioses del Olimpo como para Jesús? Él dio así estabilidad a un modo de visión de un valor inapreciable. Descubrió, de esta manera, para nosotros, un dominio extenso y terrible. Tan terrible que, cuando apenas comenzaba a insinuarse el mal que hoy nos abruma, lo hizo exclamar: wozu dichter in durftiger zeit (¿para qué un poeta en tiempos de indigencia?).
¡Ah, sí, por cierto, los tiempos han sido siempre durftiger (de indigencia) para el hombre! Pero, por su parte, la poesía nunca dejó de oficiar. Estos dos hechos, destinados a acompañar nuestro tránsito terrenal, se equilibran el uno al otro. Y cómo podría ser de otra manera si hasta la noche y los astros pueden ser percibidos por nosotros gracias al sol, con la salvedad de que este, según lo expresado por el filósofo de la antigüedad, cuando sobrepasa sus límites incurre en “injuria”. Por nuestra parte, es necesario que nos encontremos a una distancia adecuada del sol moral, del mismo modo que nuestro planeta lo está con relación al sol natural, para que la vida sea posible. De aquí es dable inferir que tanto la ignorancia que nos extraviaba en otros tiempos, como el excesivo conocimiento que hoy nos trastorna, son consecuencias de nuestra incorrecta ubicación con respecto al sol moral.

No por lo que digo me voy a sumar a la larga lista de los que critican nuestra civilización técnica. Una sabiduría tan antigua, como es la de mi país de origen, me enseñó a aceptar la evolución, digerir el progreso junto con su cáscara y su carozo.
¿Qué viene a significar entonces la poesía en una sociedad así? Contesto: es el único sitio donde el poder de los números no tiene cabida. Y, justamente vuestra decisión de este año de honrar –a través de mi persona– la poesía de un pequeño país, muestra en ustedes una actitud en armónica correspondencia con una generosa percepción del arte, que constituye la única fuerza capaz de oponerse al poder de los valores cuantificables.

Sufrimos por la falta de un lenguaje común. Y la repercusión de esta falta –no es exagerado afirmarlo– se advierte en la realidad social y política de nuestra patria común, Europa. Comprobamos todos los días, y así lo proclamamos, que vivimos en un caos moral. Y esto ocurre en un momento en que la distribución de bienes materiales se hace, como nunca, en forma rigurosamente sistemática, con un orden casi militar y un control implacable. Esta contradicción alecciona: toda vez que uno de los dos términos predomina, el otro disminuye en importancia. Es decir, que el digno objetivo basado en la unidad de los pueblos europeos, se ve obstaculizado por la imposibilidad de integrar las partes atrofiadas y no atrofiadas de nuestra civilización. En otras palabras, nuestros valores no constituyen un lenguaje común.
Para el poeta –parece extraño pero es verdad–,los sentidos constituyen el único lenguaje común que sigue teniendo vigencia para él: desde hace milenios no ha variado la manera en que se tocan dos cuerpos. Es un lenguaje que, por lo demás, no ha desencadenado luchas como las que generaron las miles de ideologías que ensangrentaron nuestras sociedades, dejándonos con las manos vacías.

Cuando hablo de los sentidos, no intento aludir a sus niveles superficiales, sino a los más profundos; es decir, a la “analogía de los sentidos”, pues todas las artes se expresan mediante analogías; por ejemplo: las palabras “fango“ o “inocencia” pueden corresponder, en algún caso, a un olor; la línea recta o la curva, el sonido agudo o grave, pueden constituir traducciones de alguna percepción óptica o acústica. En suma, nuestros poemas resultarán buenos o malos según sea la forma en que lleguemos a vivir y discernir el significado de la palabra.

Una imagen del mar, de Homero, llega intacta hasta nuestros días cuando Rimbaud nos habla de “la mer melée au soleil”,imagen a la que añade: eso es la eternidad. Y la muchacha que en una escultura de Arquelaos lleva una rama de mirto, al sobrevivir en un cuadro de Matisse nos hace más tangible el sentido mediterráneo de la pureza. Por lo demás, no sería impropio considerar que este mismo sentido está presente en una virgen de la iconografía bizantina, donde, en virtud de un factor casi imperceptible, la luz terrenal se convierte en luz extraterrenal, e inversamente. Podríamos decir que la forma de sensibilidad heredada de la antigüedad, y la recibida del medioevo, generaron una tercera forma de sensibilidad que se parece a las precedentes como un hijo a sus progenitores. ¿Puede la poesía tomar ese camino? ¿Es posible que los sentidos, a través de una constante purificación, puedan acceder a lo sagrado? En caso de que así fuese, la “analogía de los sentidos” volverá a proyectarse sobre el mundo material para influir en él.

Para la tarea que nos aguarda no bastan los versos que puedan surgir de nuestros sueños; en cambio las especulaciones políticas sobran. Ocurre que, en el fondo, el mundo que nos rodea es, simplemente, un cúmulo de materiales; el resultado final –es decir, el paraíso o el infierno que logremos edificar– dependerá de nosotros, en la medida en que seamos buenos o malos arquitectos. De ahí que, si alguna certeza puede ofrecernos la poesía en los tiempos de “durftiger”(indigencia) que nos toca vivir, es, justamente, la de que nuestro destino, a pesar de todo, está en nuestras manos.

Más de una vez, en anteriores oportunidades, he esbozado los fundamentos de una “metafísica solar”, y si bien no es este el momento de considerar las analogías que esa “metafísica” pueda suscitar en relación con el arte, quiero por lo menos señalar el hecho real de la afinidad existente entre el sol –considerado tanto en su sentido real como metafórico– con el medio de expresión de los griegos, entendido como instrumento de magia.

Y este sol, concebido de esta forma, impone al núcleo de sentido del poema el mismo régimen que a la vida en todas sus manifestaciones. O sea, que influye en la composición, en la estructura y, para utilizar un término del vocabulario contemporáneo, en la formación nuclear de la unidad que llamamos poema.
Sería un error suponer que se trata aquí de un retorno al sentido riguroso de la forma. El sentido de la forma, que nos ha legado la percepción occidental, constituye una convención establecida. Ese sentido comprende tres o cuatro categorías; es decir, tres o cuatro recipientes donde forzosamente tenían que volcarse los materiales más diversos. Tal criterio ha perdido vigencia en nuestros días. En lo que a mí respecta, he sido de los primeros en romper las cadenas.

Desde siempre me sentí interesado, oscuramente al comienzo, con toda claridad más tarde, por la determinación del contenido específico que corresponde a cada estructura arquitectónica. Para ello, no es necesario acudir al saber de los artistas antiguos que levantaron obras como el Partenón, sino a los modestos artesanos, mucho más recientes, quienes construyeron las casas y las pequeñas iglesias de las Islas Cícladas, encontrando por instinto en cada caso, una solución propia, práctica y, al mismo tiempo, estética, a punto tal que merecieron la reverente admiración de Le Corbusier.
Fue un instinto semejante el que probablemente despertó dentro de mí, cuando, por vez primera, me encontré ante la necesidad de elaborar una obra de vastas proporciones como “To Axion Estî”:comprendí entonces que si esa obra no se encuadraba, analógicamente, dentro de las previsiones que rigen la construcción de un edificio, no obtendría jamás la consistencia a que yo aspiraba.

Procedí, por lo tanto, del mismo modo en que lo hicieron Píndaro, en la antigüedad, y Romanós o Mélodos, en Bizancio, quienes inventaron para cada oda o himno un ritmo inédito. Y advertí, con toda evidencia, que la repetición por períodos de determinados ritmos y determinados versos, le daban un aspecto poliédrico y al mismo tiempo simétrico a la obra que proyectaba.

¿No se transforma acaso de este modo el poema en un pequeño sol,a cuyo alrededor giran los versos, de conformidad con un orden matemático? Creo que tal transformación corresponde plenamente a la significación más honda del poema. Y creo, asimismo, que no existe logro mayor para un poeta.


Tener el sol entre las manos, sin quemarse, y pasarlo como una antorcha a los que proseguirán la marcha, es un acto arduo pero sagrado. Lo necesitamos. Vendrá un día en que a medida que se llene de luz la conciencia del hombre, se debilitarán los dogmas que lo esclavizaron desde siempre; y este se irá identificando con el sol cuanto más se aproxime a los ideales de dignidad y libertad humanas.

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