DISCURSO
DE ACEPTACIÓN PREMIO NOBEL -1979-
Ruego
a ustedes me perdonen que les hable desde el comienzo, sin preámbulo alguno,
acerca de la luminosidad y la transparencia. Y ello es así por cuanto esas
dimensiones –la luminosidad y la transparencia–, aparte de haber sido y de ser
las distintivas del medio en que me tocó vivir, han ido paulatinamente cobrando
forma y fuerza dentro de mí hasta llevarme a la necesidad de buscar mi
expresión propia. Por lo demás, me parece que la experiencia personal y las
virtudes del lenguaje que utiliza el artista o el poeta, constituyen aportes
sustanciales para el logro de la mayor visibilidad posible, visibilidad que se
vuelve tanto más necesaria cuanto más densa es la oscuridad que caracteriza a
la época en que vivimos.
Cuando
hablo de visibilidad no me refiero a la mera posibilidad de ver los objetos en
todos sus detalles, sino al sentido de captación de su esencia, al poder de
transmutarlos hasta convertirlos en una transparencia cuya significación
metafísica está implícita en sí misma. Se trataría de una especie de superación
de la materia, tal como lo consiguieron plenamente, los escultores del período
cicládico, o como lo lograron los pintores de íconos de Bizancio, quienes, a
partir del color puro, llegaron a poner de manifiesto el sentido de la “luz divina”.
Se trata de una operación penetrante y al mismo tiempo transformadora de la
realidad que, por su parte, la poesía ha tratado siempre, según creo,de llevar
a cabo en sus mejores expresiones, y para ello no se ha limitado a lo “ya conseguido
“sino que se ha lanzado a lo que “podía conseguirse”. Es este un hecho que no
ha sido debidamente apreciado, tal vez porque las neurosis colectivas no lo han
permitido, o porque cierto materialismo no dejó que los ojos del hombre se
abrieran lo suficiente.
Así,
la belleza y la luz fueron percibidas de un modo anodino, inadecuadamente. Y
esto se debe a que es más severo el esfuerzo exigido para llegar a configurar
dentro de uno mismo al ángel, que el demandado para dejar en libertad toda
suerte de demonios.
Existe
ciertamente el enigma. Existe ciertamente el misterio. Pero el misterio no es
una puesta en escena que se sirve de juegos de sombras y tinieblas con el solo
fin de impresionarnos. Es aquello que, aún en medio de la luz absoluta,
continúa siendo misterio y se convierte en ese resplandor que atrae y que
llamamos belleza. La belleza constituye un camino –quizá el único– hacia la
parte desconocida de nuestro ser, hacia aquello que nos excede. De aquí se
deriva una definición más de la poesía: es el arte de aproximarnos a lo que nos
sobrepasa.
Hay
miríadas de signos secretos diseminados en el universo, que constituyen sílabas
de un lenguaje desconocido con las que podemos componer palabras, y con las palabras,
frases que, al descifrarlas, nos acercarán a la más recóndita verdad.
Pero
¿dónde se halla, en última instancia, la verdad? ¿En el deterioro y en la
muerte que comprobamos a diario a nuestro alrededor, o en el impulso que nos
lleva a creer que este mundo es eterno e inagotable? Es prudente que evitemos
las expresiones grandilocuentes, lo sé; sin embargo, desde tiempos inmemoriales
las teorías cosmológicas las utilizaron, chocaron entre sí, florecieron, se marchitaron.
La esencia permaneció. Permanece.
Por
su parte, la poesía aparece allí donde la racionalidad depone sus armas; y al
internarse con ellas en la zona prohibida, demuestra que está fuera del alcance
del deterioro. Ella preserva a través de una forma nítida los elementos vitales
y permanentes que, a semejanza de las algas en la profundidad de los mares, no
pueden distinguirse en la oscuridad de la conciencia. Es por eso que nos
resulta tan necesaria la transparencia, ya que nos permite distinguir los nudos
en el hilo tendido a lo largo de los siglos, ayudándonos de ese modo a
permanecer de pie sobre la tierra.
De
Heráclito a Platón y de Platón a Jesús, descubrimos esta “trama” que llega
hasta nuestros días bajo formas distintas, diciéndonos siempre lo mismo: que
dentro de este mundo se va componiendo, con los elementos de este, el otro mundo,
el “más allá”, otra realidad, aquella que está por encima de la realidad
aparente en que nos debatimos, contrariando el orden de la naturaleza. La otra
realidad nos pertenece, y si no logramos acceder a ella es por nuestra propia
incapacidad.
No
es nada casual que en épocas sanas el bien haya sido identificado con lo bello,
y lo bello con el sol. Y esto es así porque, a medida que la conciencia se purifica,
se llena de luz, las zonas de sombra van disminuyendo hasta desaparecer, dejando
vacíos que son ocupados por otras de signo opuesto, tal como ocurre en el campo
de las leyes naturales. O sea que, en última instancia, se genera una realidad que
se sustenta en el “aquí “y en el “más allá”. Poco importa si es Apolo o Venus,
Cristo o la Virgen, en quienes se encarne y personifique aquello que en ciertos
momentos presentimos y necesitamos ver materializado; lo que sí importa es que
cualquiera de ellos nos permita respirar la inmortalidad. En mi opinión,
corresponde a la poesía, al margen de todo dogma, posibilitar esa respiración.
¿Cómo
no referirme aquí al gran poeta Hölderlin, quien tuvo la misma mirada tanto
para los dioses del Olimpo como para Jesús? Él dio así estabilidad a un modo de
visión de un valor inapreciable. Descubrió, de esta manera, para nosotros, un
dominio extenso y terrible. Tan terrible que, cuando apenas comenzaba a
insinuarse el mal que hoy nos abruma, lo hizo exclamar: wozu dichter in durftiger
zeit (¿para qué un poeta en tiempos de indigencia?).
¡Ah,
sí, por cierto, los tiempos han sido siempre durftiger (de indigencia) para el
hombre! Pero, por su parte, la poesía nunca dejó de oficiar. Estos dos hechos,
destinados a acompañar nuestro tránsito terrenal, se equilibran el uno al otro.
Y cómo podría ser de otra manera si hasta la noche y los astros pueden ser
percibidos por nosotros gracias al sol, con la salvedad de que este, según lo
expresado por el filósofo de la antigüedad, cuando sobrepasa sus límites
incurre en “injuria”. Por nuestra parte, es necesario que nos encontremos a una
distancia adecuada del sol moral, del mismo modo que nuestro planeta lo está
con relación al sol natural, para que la vida sea posible. De aquí es dable
inferir que tanto la ignorancia que nos extraviaba en otros tiempos, como el
excesivo conocimiento que hoy nos trastorna, son consecuencias de nuestra
incorrecta ubicación con respecto al sol moral.
No
por lo que digo me voy a sumar a la larga lista de los que critican nuestra
civilización técnica. Una sabiduría tan antigua, como es la de mi país de origen,
me enseñó a aceptar la evolución, digerir el progreso junto con su cáscara y su
carozo.
¿Qué
viene a significar entonces la poesía en una sociedad así? Contesto: es el
único sitio donde el poder de los números no tiene cabida. Y, justamente
vuestra decisión de este año de honrar –a través de mi persona– la poesía de un
pequeño país, muestra en ustedes una actitud en armónica correspondencia con
una generosa percepción del arte, que constituye la única fuerza capaz de
oponerse al poder de los valores cuantificables.
Sufrimos
por la falta de un lenguaje común. Y la repercusión de esta falta –no es
exagerado afirmarlo– se advierte en la realidad social y política de nuestra
patria común, Europa. Comprobamos todos los días, y así lo proclamamos, que
vivimos en un caos moral. Y esto ocurre en un momento en que la distribución de
bienes materiales se hace, como nunca, en forma rigurosamente sistemática, con
un orden casi militar y un control implacable. Esta contradicción alecciona:
toda vez que uno de los dos términos predomina, el otro disminuye en
importancia. Es decir, que el digno objetivo basado en la unidad de los pueblos
europeos, se ve obstaculizado por la imposibilidad de integrar las partes
atrofiadas y no atrofiadas de nuestra civilización. En otras palabras, nuestros
valores no constituyen un lenguaje común.
Para
el poeta –parece extraño pero es verdad–,los sentidos constituyen el único
lenguaje común que sigue teniendo vigencia para él: desde hace milenios no ha
variado la manera en que se tocan dos cuerpos. Es un lenguaje que, por lo demás,
no ha desencadenado luchas como las que generaron las miles de ideologías que
ensangrentaron nuestras sociedades, dejándonos con las manos vacías.
Cuando
hablo de los sentidos, no intento aludir a sus niveles superficiales, sino a
los más profundos; es decir, a la “analogía de los sentidos”, pues todas las
artes se expresan mediante analogías; por ejemplo: las palabras “fango“ o
“inocencia” pueden corresponder, en algún caso, a un olor; la línea recta o la
curva, el sonido agudo o grave, pueden constituir traducciones de alguna
percepción óptica o acústica. En suma, nuestros poemas resultarán buenos o
malos según sea la forma en que lleguemos a vivir y discernir el significado de
la palabra.
Una
imagen del mar, de Homero, llega intacta hasta nuestros días cuando Rimbaud nos
habla de “la mer melée au soleil”,imagen a la que añade: eso es la eternidad. Y
la muchacha que en una escultura de Arquelaos lleva una rama de mirto, al
sobrevivir en un cuadro de Matisse nos hace más tangible el sentido
mediterráneo de la pureza. Por lo demás, no sería impropio considerar que este
mismo sentido está presente en una virgen de la iconografía bizantina, donde,
en virtud de un factor casi imperceptible, la luz terrenal se convierte en luz
extraterrenal, e inversamente. Podríamos decir que la forma de sensibilidad
heredada de la antigüedad, y la recibida del medioevo, generaron una tercera
forma de sensibilidad que se parece a las precedentes como un hijo a sus
progenitores. ¿Puede la poesía tomar ese camino? ¿Es posible que los sentidos,
a través de una constante purificación, puedan acceder a lo sagrado? En caso de
que así fuese, la “analogía de los sentidos” volverá a proyectarse sobre el
mundo material para influir en él.
Para
la tarea que nos aguarda no bastan los versos que puedan surgir de nuestros sueños;
en cambio las especulaciones políticas sobran. Ocurre que, en el fondo, el
mundo que nos rodea es, simplemente, un cúmulo de materiales; el resultado
final –es decir, el paraíso o el infierno que logremos edificar– dependerá de nosotros,
en la medida en que seamos buenos o malos arquitectos. De ahí que, si alguna
certeza puede ofrecernos la poesía en los tiempos de “durftiger”(indigencia)
que nos toca vivir, es, justamente, la de que nuestro destino, a pesar de todo,
está en nuestras manos.
Más
de una vez, en anteriores oportunidades, he esbozado los fundamentos de una
“metafísica solar”, y si bien no es este el momento de considerar las analogías
que esa “metafísica” pueda suscitar en relación con el arte, quiero por lo
menos señalar el hecho real de la afinidad existente entre el sol –considerado
tanto en su sentido real como metafórico– con el medio de expresión de los
griegos, entendido como instrumento de magia.
Y
este sol, concebido de esta forma, impone al núcleo de sentido del poema el
mismo régimen que a la vida en todas sus manifestaciones. O sea, que influye en
la composición, en la estructura y, para utilizar un término del vocabulario
contemporáneo, en la formación nuclear de la unidad que llamamos poema.
Sería
un error suponer que se trata aquí de un retorno al sentido riguroso de la forma.
El sentido de la forma, que nos ha legado la percepción occidental, constituye
una convención establecida. Ese sentido comprende tres o cuatro categorías; es
decir, tres o cuatro recipientes donde forzosamente tenían que volcarse los
materiales más diversos. Tal criterio ha perdido vigencia en nuestros días. En
lo que a mí respecta, he sido de los primeros en romper las cadenas.
Desde
siempre me sentí interesado, oscuramente al comienzo, con toda claridad más tarde,
por la determinación del contenido específico que corresponde a cada estructura
arquitectónica. Para ello, no es necesario acudir al saber de los artistas
antiguos que levantaron obras como el Partenón, sino a los modestos artesanos,
mucho más recientes, quienes construyeron las casas y las pequeñas iglesias de
las Islas Cícladas, encontrando por instinto en cada caso, una solución propia,
práctica y, al mismo tiempo, estética, a punto tal que merecieron la reverente
admiración de Le Corbusier.
Fue
un instinto semejante el que probablemente despertó dentro de mí, cuando, por
vez primera, me encontré ante la necesidad de elaborar una obra de vastas
proporciones como “To Axion Estî”:comprendí entonces que si esa obra no se encuadraba,
analógicamente, dentro de las previsiones que rigen la construcción de un edificio,
no obtendría jamás la consistencia a que yo aspiraba.
Procedí,
por lo tanto, del mismo modo en que lo hicieron Píndaro, en la antigüedad, y
Romanós o Mélodos, en Bizancio, quienes inventaron para cada oda o himno un
ritmo inédito. Y advertí, con toda evidencia, que la repetición por períodos de
determinados ritmos y determinados versos, le daban un aspecto poliédrico y al
mismo tiempo simétrico a la obra que proyectaba.
¿No
se transforma acaso de este modo el poema en un pequeño sol,a cuyo alrededor
giran los versos, de conformidad con un orden matemático? Creo que tal
transformación corresponde plenamente a la significación más honda del poema. Y
creo, asimismo, que no existe logro mayor para un poeta.
Tener
el sol entre las manos, sin quemarse, y pasarlo como una antorcha a los que
proseguirán la marcha, es un acto arduo pero sagrado. Lo necesitamos. Vendrá un
día en que a medida que se llene de luz la conciencia del hombre, se
debilitarán los dogmas que lo esclavizaron desde siempre; y este se irá
identificando con el sol cuanto más se aproxime a los ideales de dignidad y
libertad humanas.
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