DISCURSO
DE ACEPTACIÓN PREMIO NOBEL -1990-
La
búsqueda del presente
Comienzo
con una palabra que todos los hombres, desde que el hombre es hombre, han
proferido: gracias. Es una palabra que tiene equivalentes en todas las lenguas.
Y en todas es rica la gama de significados. En las lenguas romances va de lo
espiritual a lo físico, de la gracia que concede Dios a los hombres para
salvarlos del error y la muerte a la gracia corporal de la muchacha que baila o
a la del felino que salta en la maleza. Gracia es perdón, indulto, favor,
beneficio, nombre, inspiración, felicidad en el estilo de hablar o de pintar,
ademán que revela las buenas maneras y, en fin, acto que expresa bondad de
alma. La gracia es gratuita, es un don; aquel que lo recibe, el agraciado, si
no es un mal nacido, lo agradece: da las gracias. Es lo que yo hago ahora con
estas palabras de poco peso. Espero que mi emoción compense su levedad. Si cada
una fuese una gota de agua, ustedes podrían ver, a través de ellas, lo que
siento: gratitud, reconocimiento. Y también una indefinible mezcla de temor,
respeto y sorpresa al verme ante ustedes, en este recinto que es,
simultáneamente, el hogar de las letras suecas y la casa de la literatura
universal.
Las
lenguas son realidades más vastas que las entidades políticas e históricas que
llamamos naciones. Un ejemplo de esto son las lenguas europeas que hablamos en
América. La situación peculiar de nuestras literaturas frente a las de
Inglaterra, España, Portugal y Francia depende precisamente de este hecho
básico: son literaturas escritas en lenguas trasplantadas. Las lenguas nacen y
crecen en un suelo; las alimenta una historia común. Arrancadas de su suelo
natal y de su tradición propia, plantadas en un mundo desconocido y por
nombrar, las lenguas europeas arraigaron en las tierras nuevas, crecieron con
las sociedades americanas y se transformaron. Son la misma planta y son una
planta distinta. Nuestras literaturas no vivieron pasivamente las vicisitudes
de las lenguas trasplantadas: participaron en el proceso y lo apresuraron. Muy
pronto dejaron de ser meros reflejos transatlánticos; a veces han sido la
negación de las literaturas europeas y otras, con más frecuencia, su réplica.
A
despecho de estos vaivenes, la relación nunca se ha roto. Mis clásicos son los
de mi lengua y me siento descendiente de Lope y de Quevedo como cualquier
escritor español ... pero no soy español. Creo que lo mismo podrían decir la
mayoría de los escritores hispanoamericanos y también los de los Estados
Unidos, Brasil y Canadá frente a la tradición inglesa, portuguesa y francesa.
Para entender más claramente la peculiar posición de los escritores americanos,
basta con pensar en el diálogo que sostiene el escritor japonés, chino o árabe
con esta o aquella literatura europea: es un diálogo a través de lenguas y de
civilizaciones distintas. En cambio, nuestro diálogo se realiza en el interior
de la misma lengua. Somos y no somos europeos. ¿Qué somos entonces? Es difícil
definir lo que somos pero nuestras obras hablan por nosotros.
La
gran novedad de este siglo, en materia literaria, ha sido la aparición de las
literaturas de América. Primero surgió la angloamericana y después, en la
segunda mitad del siglo XX, la de América Latina en sus dos grandes ramas, la
hispanoamericana y la brasileña. Aunque son muy distintas, las tres literaturas
tienen un rasgo en común: la pugna, más ideológica que literaria, entre las
tendencias cosmopolitas y las nativistas, el europeísmo y el americanismo. ¿Qué
ha quedado de esa disputa? Las polémicas se disipan; quedan las obras. Aparte
de este parecido general, las diferencias entre las tres son numerosas y
profundas. Una es de orden histórico más que literario: el desarrollo de la
literatura angloamericana coincide con el ascenso histórico de los Estados
Unidos como potencia mundial; el de la nuestra con las desventuras y
convulsiones políticas y sociales de nuestros pueblos. Nueva prueba de los
límites de los determinismos sociales e históricos; los crepúsculos de los
imperios y las perturbaciones de las sociedades coexisten a veces con obras y
momentos de esplendor en las artes y las letras: Li-Po y Tu Fu fueron testigos
de la caída de los Tang, Velázquez fue el pintor de Felipe IV, Séneca y Lucano
fueron contemporáneos y víctimas de Nerón. Otras diferencias son de orden
literario y se refieren más a las obras en particular que al carácter de cada
literatura. ¿Pero tienen carácter las literaturas, poseen un conjunto de rasgos
comunes que las distingue unas de otras? No lo creo. Una literatura no se
define por un quimérico, inasible carácter. Es una sociedad de obras únicas
unidas por relaciones de oposición y afinidad.
La
primera y básica diferencia entre la literatura latinoamericana y la
angloamericana reside en la diversidad de sus orígenes. Unos y otros comenzamos
por ser una proyección europea. Ellos de una isla y nosotros de una península.
Dos regiones excéntricas por la geografía, la historia y la cultura. Ellos
vienen de Inglaterra y la Reforma; nosotros de España, Portugal y la
Contrarreforma. Apenas si debo mencionar, en el caso de los hispanoamericanos,
lo que distingue a España de las otras naciones europeas y le otorga una
notable y original fisonomía histórica. España no es menos excéntrica que
Inglaterra aunque lo es de manera distinta. La excentricidad inglesa es insular
y se caracteriza por el aislamiento: una excentricidad por exclusión. La
hispana es peninsular y consiste en la coexistencia de diferentes
civilizaciones y pasados: una excentricidad por inclusión. En lo que sería la
católica España los visigodos profesaron la herejía de Arriano, para no hablar
de los siglos de dominación de la civilización árabe, de la influencia del
pensamiento judío, de la Reconquista y de otras peculiaridades.
En
América la excentricidad hispánica se reproduce y se multiplica, sobre todo en
países con antiguas y brillantes civilizaciones como México y Perú. Los
españoles encontraron en México no sólo una geografía sino una historia. Esa
historia está viva todavía: no es un pasado sino un presente. El México
precolombino, con sus templos y sus dioses, es un montón de ruinas pero el
espíritu que animó ese mundo no ha muerto. Nos habla en el lenguaje cifrado de
los mitos, las leyendas, las formas de convivencia, las artes populares, las
costumbres. Ser escritor mexicano significa oír lo que nos dice ese presente -
esa presencia. Oírla, hablar con ella, descifrarla: decirla... Tal vez después
de esta breve digresión sea posible entrever la extraña relación que, al mismo
tiempo, nos une y separa de la tradición europea.
La
conciencia de la separación es una nota constante de nuestra historia
espiritual. A veces sentimos la separación como una herida y entonces se
transforma en escisión interna, conciencia desgarrada que nos invita al examen
de nosotros mismos; otras aparece como un reto, espuela que nos incita a la
acción, a salir al encuentro de los otros y del mundo. Cierto, el sentimiento
de la separación es universal y no es privativo de los hispanoamericanos. Nace
en el momento mismo de nuestro nacimiento: desprendidos del todo caemos en un
suelo extraño. Esta experiencia se convierte en una llaga que nunca cicatriza.
Es el fondo insondable de cada hombre; todas nuestras empresas y acciones, todo
lo que hacemos y soñamos, son puentes para romper la separación y unirnos al
mundo y a nuestros semejantes. Desde esta perspectiva, la vida de cada hombre y
la historia colectiva de los hombres pueden verse como tentativas destinadas a
reconstruir la situación original. Inacabada e inacabable cura de la escisión.
Pero no me propongo hacer otra descripción, una más, de este sentimiento.
Subrayo que entre nosotros se manifiesta sobre todo en términos históricos.
Así, se convierte en conciencia de nuestra historia. ¿Cuándo y cómo aparece
este sentimiento y cómo se transforma en conciencia? La respuesta a esta doble
pregunta puede consistir en una teoría o en un testimonio personal. Prefiero lo
segundo: hay muchas teorías y ninguna del todo confiable.
El
sentimiento de separación se confunde con mis recuerdos más antiguos y
confusos: con el primer llanto, con el primer miedo. Como todos los niños,
construí puentes imaginarios y afectivos que me unían al mundo y a los otros.
Vivía en un pueblo de las afueras de la ciudad de México, en una vieja casa
ruinosa con un jardín selvático y una gran habitación llena de libros. Primeros
juegos, primeros aprendizajes. El jardín se convirtió en el centro del mundo y
la biblioteca en caverna encantada. Leía y jugaba con mis primos y mis
compañeros de escuela. Había una higuera, templo vegetal, cuatro pinos, tres
fresnos, un huele-de-noche, un granado, herbazales, plantas espinosas que
producían rozaduras moradas. Muros de adobe. El tiempo era elástico; el
espacio, giratorio. Mejor dicho: todos los tiempos, reales o imaginarios, eran
ahora mismo; el espacio, a su vez, se transformaba sin cesar: allá era aquí:
todo era aquí: un valle, una montaña, un país lejano, el patio de los vecinos.
Los libros de estampas, particularmente los de historia, hojeados con avidez,
nos proveían de imágenes: desiertos y selvas, palacios y cabañas, guerreros y
princesas, mendigos y monarcas. Naufragamos con Simbad y con Robinson, nos
batimos con Dartagñán, tomamos Valencia con el Cid. ¡Cómo me hubiera gustado
quedarme para siempre en la isla de Calipso! En verano la higuera mecía todas
sus ramas verdes como si fuesen las velas de una carabela o de un barco pirata;
desde su alto mástil, batido por el viento, descubrí islas y continentes -
tierras que apenas se desvanecían. El mundo era ilimitado y, no obstante,
siempre al alcance de la mano; el tiempo era una substancia maleable y un
presente sin fisuras.
¿Cuándo
se rompió el encanto? No de golpe: poco a poco. Nos cuesta trabajo aceptar que
el amigo nos traiciona, que la mujer querida nos engaña, que la idea libertaria
es la máscara del tirano. Lo que se llama "caer en la cuenta" es un
proceso lento y sinuoso porque nosotros mismos somos cómplices de nuestros
errores y engaños. Sin embargo, puedo recordar con cierta claridad un incidente
que, aunque pronto olvidado, fue la primera señal. Tendría unos seis años y una
de mis primas, un poco mayor que yo, me enseñó una revista norteamericana con
una fotografía de soldados desfilando por una gran avenida, probablemente de
Nueva York. "Vuelven de la guerra", me dijo. Esas pocas palabras me
turbaron como si anunciasen el fin del mundo o el segundo advenimiento de
Cristo. Sabía, vagamente, que allá lejos, unos años antes, había terminado una
guerra y que los soldados desfilaban para celebrar su victoria; para mí aquella
guerra había pasado en otro tiempo, no ahora ni aquí. La foto me desmentía. Me
sentí, literalmente, desalojado del presente.
Desde
entonces el tiempo comenzó a fracturarse más y más. Y el espacio, los espacios.
La experiencia se repitió una y otra vez. Una noticia cualquiera, una frase
anodina, el titular de un diario, una canción de moda: pruebas de la existencia
del mundo de afuera y revelaciones de mi irrealidad. Sentí que el mundo se
escindía: yo no estaba en el presente. Mi ahora se disgregó: el verdadero
tiempo estaba en otra parte. Mi tiempo, el tiempo del jardín, la higuera, los
juegos con los amigos, el sopor bajo el sol de las tres de la tarde entre las
yerbas, el higo entreabierto - negro y rojizo como un ascua pero un ascua dulce
y fresca - era un tiempo ficticio. A pesar del testimonio de mis sentidos, el
tiempo de allá, el de los otros, era el verdadero, el tiempo del presente real.
Acepté lo inaceptable: fui adulto. Así comenzó mi expulsión del presente.
Decir
que hemos sido expulsados del presente puede parecer una paradoja. No: es una
experiencia que todos hemos sentido alguna vez; algunos la hemos vivido primero
como una condena y después transformada en conciencia y acción. La búsqueda del
presente no es la búsqueda del edén terrestre ni de la eternidad sin fechas: es
la búsqueda de la realidad real. Para nosotros, hispanoamericanos, ese presente
real no estaba en nuestros países: era el tiempo que vivían los otros, los
ingleses, los franceses, los alemanes. El tiempo de Nueva York, París, Londres.
Había que salir en su busca y traerlo a nuestras tierras. Esos años fueron
también los de mi descubrimiento de la literatura. Comencé a escribir poemas.
No sabía qué me llevaba a escribirlos: estaba movido por una necesidad interior
difícilmente definible. Apenas ahora he comprendido que entre lo que he llamado
mi expulsión del presente y escribir poemas había una relación secreta. La
poesía está enamorada del instante y quiere revivirlo en un poema; lo aparta de
la sucesión y lo convierte en presente fijo. Pero en aquella época yo escribía
sin preguntarme por qué lo hacía. Buscaba la puerta de entrada al presente: quería
ser de mi tiempo y de mi siglo. Un poco después esta obsesión se volvió idea
fija: quise ser un poeta moderno. Comenzó mi búsqueda de la modernidad.
¿Qué
es la modernidad? Ante todo, es un término equívoco: hay tantas modernidades
como sociedades. Cada una tiene la suya. Su significado es incierto y
arbitrario, como el del período que la precede, la Edad Media. Si somos
modernos frente al medievo, ¿seremos acaso la Edad Media de una futura
modernidad? Un nombre que cambia con el tiempo, ¿es un verdadero nombre? La
modernidad es una palabra en busca de su significado: ¿es una idea, un
espejismo o un momento de la historia? ¿Somos hijos de la modernidad o ella es
nuestra creación? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Poco importa: la seguimos, la
perseguimos. Para mí, en aquellos años, la modernidad se confundía con el
presente o, más bien, lo producía: el presente era su flor extrema y última. Mi
caso no es único ni excepcional: todos los poetas de nuestra época, desde el
período simbolista, fascinados por esa figura a un tiempo magnética y elusiva,
han corrido tras ella. El primero fue Baudelaire. El primero también que logró
tocarla y así descubrir que no es sino tiempo que se deshace entre las manos.
No referiré mis aventuras en la persecución de la modernidad: son las de casi
todos los poetas de nuestro siglo. La modernidad ha sido una pasión universal.
Desde 1850 ha sido nuestra diosa y nuestro demonio. En los últimos años se ha
pretendido exorcizarla y se habla mucho de la "postmodernidad". ¿Pero
qué es la postmodernidad sino una modernidad aún más moderna?
Para
nosotros, latinoamericanos, la búsqueda de la modernidad poética tiene un
paralelo histórico en las repetidas y diversas tentativas de modernización de
nuestras naciones. Es una tendencia que nace a fines del siglo XVIII y que
abarca a la misma España. Los Estados Unidos nacieron con la modernidad y ya
para 1830, como lo vio Tocqueville, eran la matriz del futuro; nosotros nacimos
en el momento en que España y Portugal se apartaban de la modernidad. De ahí
que a veces se hablase de "europeizar" a nuestros países: lo moderno
estaba afuera y teníamos que importarlo. En la historia de México el proceso
comienza un poco antes de las guerras de Independencia; más tarde se convierte
en un gran debate ideológico y político que divide y apasiona a los mexicanos
durante el siglo XIX. Un episodio puso en entredicho no tanto la legitimidad
del proyecto reformador como la manera en que se había intentado realizarlo: la
Revolución mexicana. A diferencia de las otras revoluciones del siglo XX, la de
México no fue tanto la expresión de una ideología más o menos utópica como la
explosión de una realidad histórica y psíquica oprimida. No fue la obra de un
grupo de ideólogos decididos a implantar unos principios derivados de una
teoría política; fue un sacudimiento popular que mostró a la luz lo que estaba
escondido. Por esto mismo fue, tanto o más que una revolución, una revelación.
México buscaba al presente afuera y lo encontró adentro, enterrado pero vivo.
La búsqueda de la modernidad nos llevó a descubrir nuestra antigüedad, el
rostro oculto de la nación. Inesperada lección histórica que no sé si todos han
aprendido: entre tradición y modernidad hay un puente. Aisladas, las
tradiciones se petrifican y las modernidades se volatilizan; en conjunción, una
anima a la otra y la otra le responde dándole peso y gravedad.
La
búsqueda de la modernidad poética fue una verdadera quéte, en el sentido
alegórico y caballeresco que tenía esa palabra en el siglo XII. No rescaté ningún
Grial, aunque recorrí varias waste lands, visité castillos de espejos y acampé
entre tribus fantasmales. Pero descubrí a la tradición moderna. Porque la
modernidad no es una escuela poética sino un linaje, una familia esparcida en
varios continentes y que durante dos siglos ha sobrevivido a muchas vicisitudes
y desdichas: la indiferencia pública, la soledad y los tribunales de las
ortodoxias religiosas, políticas, académicas y sexuales. Ser una tradición y no
una doctrina le ha permitido, simultáneamente, permanecer y cambiar. También le
ha dado diversidad: cada aventura poética es distinta y cada poeta ha plantado
un árbol diferente en este prodigioso bosque parlante. Si las obras son
diversas y los caminos distintos, ¿qué une a todos estos poetas? No una
estética sino la búsqueda. Mi búsqueda no fue quimérica, aunque la idea de
modernidad sea un espejismo, un haz de reflejos. Un día descubrí que no
avanzaba sino que volvía al punto de partida: la búsqueda de la modernidad era
un descenso a los orígenes. La modernidad me condujo a mi comienzo, a mi
antigüedad. La ruptura se volvió reconciliación. Supe así que el poeta es un
latido en el río de las generaciones.
La
idea de modernidad es un sub-producto de la concepción de la historia como un
proceso sucesivo, lineal e irrepetible. Aunque sus orígenes están en el
judeocristianismo, es una ruptura con la doctrina cristiana. El cristianismo
desplazó al tiempo cíclico de los paganos: la historia no se repite, tuvo un
principio y tendrá un fin; el tiempo sucesivo fue el tiempo profano de la
historia, teatro de las acciones de los hombres caídos, pero sometido al tiempo
sagrado, sin principio ni fin. Después del Juicio Final, lo mismo en el cielo
que en el infierno, no habrá futuro. En la Eternidad no sucede nada porque todo
es. Triunfo del ser sobre el devenir. El tiempo nuevo, el nuestro, es lineal
como el cristiano pero abierto al infinito y sin referencia a la Eternidad.
Nuestro tiempo es el de la historia profana. Tiempo irreversible y
perpetuamente inacabado, en marcha no hacia su fin sino hacia el porvenir. El
sol de la historia se llama futuro y el nombre del movimiento hacia el futuro
es Progreso.
Para
el cristiano, el mundo - o como antes se decía: el siglo, la vida terrenal - es
un lugar de prueba: las almas se pierden o se salvan en este mundo. Para la
nueva concepción, el sujeto histórico no es el alma individual sino el género
humano, a veces concebido como un todo y otras a través de un grupo escogido
que lo representa: las naciones adelantadas de Occidente, el proletariado, la
raza blanca o cualquier otro ente. La tradición filosófica pagana y cristiana
había exaltado al Ser, plenitud henchida, perfección que no cambia nunca;
nosotros adoramos al Cambio, motor del progreso y modelo de nuestras sociedades.
El Cambio tiene dos modos privilegiados de manifestación: la evolución y la
revolución, el trote y el salto. La modernidad es la punta del movimiento
histórico, la encarnación de la evolución o de la revolución, las dos caras del
progreso. Por último, el progreso se realiza gracias a la doble acción de la
ciencia y de la técnica, aplicada al dominio de la naturaleza y a la
utilización de sus inmensos recursos.
El
hombre moderno se ha definido como un ser histórico. Otras sociedades
prefirieron definirse por valores e ideas distintas al cambio: los griegos
veneraron a la Polis y al círculo pero ignoraron al progreso, a Séneca le
desvelaba, como a todos los estoicos, el eterno retorno, San Agustín creía que
el fin del mundo era inminente, Santo Tomás construyó una escala - los grados
del ser - de la criatura al Creador y así sucesivamente. Una tras otra esas
ideas y creencias fueron abandonadas. Me parece que comienza a ocurrir lo mismo
con la idea del Progreso y, en consecuencia, con nuestra visión del tiempo, de
la historia y de nosotros mismos. Asistimos al crepúsculo del futuro. La baja
de la idea de modernidad, y la boga de una noción tan dudosa como
"postmodernidad", no son fenómenos que afecten únicamente a las artes
y a la literatura: vivimos la crisis de las ideas y creencias básicas que han
movido a los hombres desde hace más de dos siglos. En otras ocasiones me he
referido con cierta extensión al tema. Aquí sólo puedo hacer un brevísimo
resumen.
En
primer término: está en entredicho la concepción de un proceso abierto hacia el
infinito y sinónimo de progreso continuo. Apenas si debo mencionar lo que todos
sabemos: los recursos naturales son finitos y un día se acabarán. Además, hemos
causado daños tal vez irreparables al medio natural y la especie misma está
amenazada. Por otra parte, los instrumentos del progreso - la ciencia y la
técnica - han mostrado con terrible claridad que pueden convertirse fácilmente
en agentes de destrucción. Finalmente, la existencia de armas nucleares es una
refutación de la idea de progreso inherente a la historia. Una refutación,
añado, que no hay más remedio que llamar devastadora.
En
segundo término: la suerte del sujeto histórico, es decir, de la colectividad
humana, en el siglo XX. Muy pocas veces los pueblos y los individuos habían
sufrido tanto: dos guerras mundiales, despotismos en los cinco continentes, la
bomba atómica y, en fin, la multiplicación de una de las instituciones más
crueles y mortíferas que han conocido los hombres, el campo de concentración.
Los beneficios de la técnica moderna son incontables pero es imposible cerrar
los ojos ante las matanzas, torturas, humillaciones, degradaciones y otros
daños que han sufrido millones de inocentes en nuestro siglo.
En
tercer término: la creencia en el progreso necesario. Para nuestros abuelos y
nuestros padres las ruinas de la historia - cadáveres, campos de batalla
desolados, ciudades demolidas - no negaban la bondad esencial del proceso
histórico. Los cadalsos y las tiranías, las guerras y la barbarie de las luchas
civiles eran el precio del progreso, el rescate de sangre que había que pagar
al dios de la historia. ¿Un dios? Si, la razón misma, divinizada y rica en
crueles astucias, según Hegel. La supuesta racionalidad de la historia se ha
evaporado. En el dominio mismo del orden, la regularidad y la coherencia - en
las ciencias exactas y en la física - han reaparecido las viejas nociones de
accidente y de catástrofe. Inquietante resurrección que me hace pensar en los
terrores del Año Mil y en la angustia de los aztecas al fin de cada ciclo
cósmico.
Y
para terminar esta apresurada enumeración: la ruina de todas esas hipótesis
filosóficas e históricas que pretendían conocer las leyes de desarrollo
histórico. Sus creyentes, confiados en que eran dueños de las llaves de la
historia, edificaron poderosos estados sobre pirámides de cadáveres. Esas
orgullosas construcciones, destinadas en teoría a liberar a los hombres, se
convirtieron muy pronto en cárceles gigantescas. Hoy las hemos visto caer; las
echaron abajo no los enemigos ideológicos sino el cansancio y el afán
libertario de las nuevas generaciones. ¿Fin de las utopías? Más bien: fin de la
idea de la historia como un fenómeno cuyo desarrollo se conoce de antemano. El
determinismo histórico ha sido una costosa y sangrienta fantasía. La historia
es imprevisible porque su agente, el hombre, es la indeterminación en persona.
Este
pequeño repaso muestra que, muy probablemente, estamos al fin de un período
histórico y al comienzo de otro. ¿Fin o mutación de la Edad Moderna? Es difícil
saberlo. De todos modos, el derrumbe de las utopías ha dejado un gran vacío, no
en los países en donde esa ideología ha hecho sus pruebas y ha fallado sino en
aquellos en los que muchos la abrazaron con entusiasmo y esperanza. Por primera
vez en la historia los hombres viven en una suerte de intemperie espiritual y
no, como antes, a la sombra de esos sistemas religiosos y políticos que,
simultáneamente, nos oprimían y nos consolaban. Las sociedades son históricas
pero todas han vivido guiadas e inspiradas por un conjunto de creencias e ideas
metahistóricas. La nuestra es la primera que se apresta a vivir sin una
doctrina metahistórica; nuestros absolutos - religiosos o filosóficos, éticos o
estéticos - no son colectivos sino privados. La experiencia es arriesgada. Es
imposible saber si las tensiones y conflictos de esta privatización de ideas,
prácticas y creencias que tradicionalmente pertenecían a la vida pública no
terminará por quebrantar la fábrica social. Los hombres podrían ser poseídos
nuevamente por las antiguas furias religiosas y por los fanatismos
nacionalistas. Sería terrible que la caída del ídolo abstracto de la ideología
anunciase la resurrección de las pasiones enterradas de las tribus, las sectas
y las iglesias. Por desgracia, los signos son inquietantes.
La
declinación de las ideologías que he llamado metahistóricas, es decir, que
asignan un fin y una dirección a la historia, implica el tácito abandono de
soluciones globales. Nos inclinamos más y más, con buen sentido, por remedios
limitados para resolver problemas concretos. Es cuerdo abstenerse de legislar
sobre el porvenir. Pero el presente requiere no solamente atender a sus
necesidades inmediatas: también nos pide una reflexión global y más rigurosa.
Desde hace mucho creo, y lo creo firmemente, que el ocaso del futuro anuncia el
advenimiento del hoy. Pensar el hoy significa, ante todo, recobrar la mirada crítica.
Por ejemplo, el triunfo de la economía de mercado - un triunfo por default del
adversario - no puede ser únicamente motivo de regocijo. El mercado es un
mecanismo eficaz pero, como todos los mecanismos, no tiene conciencia y tampoco
misericordia. Hay que encontrar la manera de insertarlo en la sociedad para que
sea la expresión del pacto social y un instrumento de justicia y equidad. Las
sociedades democráticas desarrolladas han alcanzado una prosperidad envidiable;
asimismo, son islas de abundancia en el océano de la miseria universal. El tema
del mercado tiene una relación muy estrecha con el deterioro del medio
ambiente. La contaminación no sólo infesta al aire, a los ríos y a los bosques
sino a las almas. Una sociedad poseída por el frenesí de producir más para
consumir más tiende a convertir las ideas, los sentimientos, el arte, el amor,
la amistad y las personas mismas en objetos de consumo. Todo se vuelve cosa que
se compra, se usa y se tira al basurero. Ninguna sociedad había producido
tantos desechos como la nuestra. Desechos materiales y morales.
La
reflexión sobre el ahora no implica renuncia al futuro ni olvido del pasado: el
presente es el sitio de encuentro de los tres tiempos. Tampoco puede
confundirse con un fácil hedonismo. El árbol del placer no crece en el pasado o
en el futuro sino en el ahora mismo. También la muerte es un fruto del
presente. No podemos rechazarla: es parte de la vida. Vivir bien exige morir
bien. Tenemos que aprender a mirar de frente a la muerte. Alternativamente
luminoso y sombrío, el presente es una esfera donde se unen las dos mitades, la
acción y la contemplación. Así como hemos tenido filosofías del pasado y del
futuro, de la eternidad y de la nada, mañana tendremos una filosofía del
presente. La experiencia poética puede ser una de sus bases. ¿Qué sabemos del
presente? Nada o casi nada. Pero los poetas saben algo: el presente es el
manantial de las presencias.
En
mi peregrinación en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces.
Volví a mi origen y descubrí que la modernidad no está afuera sino adentro de
nosotros. Es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del
mundo, tiene mil años y acaba de nacer. Habla en náhuatl, traza ideogramas
chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión. Presente intacto,
recién desenterrado, que se sacude el polvo de siglos, sonríe y, de pronto, se
echa a volar y desaparece por la ventana. Simultaneidad de tiempos y de
presencias: la modernidad rompe con el pasado inmediato sólo para rescatar al
pasado milenario y convertir a una figurilla de fertilidad del neolítico en
nuestra contemporánea. Perseguimos a la modernidad en sus incesantes
metamorfosis y nunca logramos asirla. Se escapa siempre: cada encuentro es una
fuga. La abrazamos y al punto se disipa: sólo era un poco de aire. Es el
instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo
vivo pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas. Nos
quedamos con las manos vacías. Entonces las puertas de la percepción se
entreabren y aparece el otro tiempo, el verdadero, el que buscábamos sin
saberlo: el presente, la presencia.
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