miércoles, 12 de junio de 2013

MICHEL FOUCAULT




EL ORDEN DEL DISCURSO

En el discurso que hoy debo pronunciar, y en todos aquellos que, quizás durante años, habré de pronunciar aquí, hubiera preferido poder deslizarme subrepticiamente. Más que tomar la palabra, hubiera preferido verme envuelto por ella y transportado más allá de todo posible inicio. Me hubiera gustado darme cuenta de que en el momento de ponerme a hablar ya me precedía una voz sin nombre desde hacía mucho tiempo: me habría bastado entonces con encadenar, proseguir la frase, introducirme sin ser advertido en sus intersticios, como si ella me hubiera hecho señas quedándose, un momento, interrumpida. No habría habido por tanto inicio; y en lugar de ser aquel de quien procede el discurso, yo sería más bien una  pequeña laguna en el azar de su desarrollo, el punto de su desaparición posible. 

Me habría gustado que hubiese detrás de mí (habiendo tomado desde hace tiempo la palabra, repitiendo de antemano todo cuanto voy a decir) una voz que hablase así: «Hay que continuar, no puedo continuar, hay que decir palabras mientras las haya, hay que decirlas hasta que me encuentren, hasta el momento en que me digan —extraña pena, extraña falta, hay que continuar, quizás está ya hecho, quizás ya me han dicho, quizás me han llevado hasta el umbral de mi historia, ante la puerta que se abre ante mi historia; me extrañaría si se abriera». 

Pienso que en mucha gente existe un deseo semejante de no tener que empezar, un deseo semejante de encontrarse, ya desde el comienzo del juego, al otro lado del discurso, sin haber tenido que considerar desde el exterior cuanto podía tener de singular, de temible, incluso quizás de maléfico. A este deseo tan común, la institución responde de una manera irónica, dado que devuelve los comienzos solemnes, los rodea de un círculo de atención y de silencio y les impone, como queriendo distinguirlos desde lejos, unas formas ritualizadas. 

El deseo dice: «No querría tener que entrar yo mismo en este orden azaroso del discurso; no querría tener relación con cuanto hay en él de tajante y decisivo; querría que me rodeara como una transparencia apacible, profunda, indefinidamente abierta, en la que otros responderían a mi espera, y de la que brotarían las verdades, una a una; yo no tendría más que dejarme arrastrar, en él y por él, como algo abandonado, flotante y dichoso». Y la institución responde: «No hay por qué tener miedo de empezar; todos estamos aquí para mostrarte que el discurso está en el orden de las leyes, que desde hace mucho tiempo se vela por su aparición; que se le ha preparado un lugar que le honra pero que le desarma, y que, si consigue algún poder, es de nosotros y únicamente de nosotros de quien lo obtiene». 

Pero quizás esta institución y este deseo no son otra cosa que dos réplicas opuestas a una misma inquietud: inquietud con respecto a lo que es el discurso en su realidad material de cosa pronunciada o escrita; inquietud con respecto a esta existencia transitoria destinada sin duda a desaparecer, pero según una duración que no nos pertenece, inquietud al sentir bajo esta actividad, no obstante cotidiana y gris; poderes y peligros difíciles de imaginar; inquietud al sospechar la existencia de luchas, victorias, heridas, dominaciones, servidumbres, a través de tantas palabras en las que el uso, desde hace tanto tiempo, ha reducido las asperezas. 
Pero, ¿qué hay de peligroso en el hecho de que las gentes hablen y de que sus discursos proliferen indefinidamente? ¿En dónde está por tanto el peligro?

No hay comentarios:

Publicar un comentario