lunes, 14 de enero de 2013

GEORGES BATAILLE 1



LA LITERATURA, LA LIBERTAD Y LA EXPERIENCIA MÍSTICA

Lo más notable en este impulso es que una enseñanza de este tipo no va dirigida, como la del cristianismo - o la de la religión antigua- a una colectividad ordenada, que se basaba precisamente en esa enseñanza. Se dirige por el contrario al individuo aislado y perdido y sólo le concede algo en el instante: es solamente literatura. Su única vía es la literatura libre e inorgánica. Por eso está menos obligada que la enseñanza pagana o la de la Iglesia a pactar con la necesidad social, que en muchos casos está representada por convenciones (abusos), pero también por la razón.

Únicamente la literatura podía poner al desnudo el mecanismo de la transgresión de la ley (sin transgresión, la ley no tendría finalidad), independientemente de un orden que hay que crear. La literatura no puede asumir la tarea de ordenar la necesidad colectiva. No le interesa concluir: “lo que yo he dicho nos compromete al respeto fundamental de las leyes de la ciudad"; o como hace el cristianismo: "lo que yo he dicho (la tragedia del Evangelio) nos compromete en el camino del Bien" (es decir, de hecho, en el de la razón). La literatura representa incluso, lo mismo que la transgresión de la ley moral, un peligro. Al ser inorgánica, es irresponsable. Nada pesa sobre ella. Puede decirlo todo. O, más bien, supondría un peligro si no fuera (en conjunto, y en la medida en que es auténtica) la expresión de "aquellos en quienes los valores éticos están más profundamente anclados".

Si esto no salta a la vista, es porque el aspecto de revuelta suele ser el que destaca, pero la tarea literaria auténtica no se puede concebir más que en el deseo de comunicación fundamental con el lector (no me refiero aquí a la masa de libros destinada a engañar al gran público). En realidad, la literatura, unida desde el romanticismo a la decadencia de la religión (dado que, en forma menos importante, menos inevitable, tiende a reivindicar discretamente la herencia de la religión) está menos cerca del contenido de la religión que del contenido del misticismo, que es, en las márgenes de la religión, un aspecto suyo casi asocial. El misticismo está más cerca de la verdad que yo me esfuerzo por enunciar. Bajo el nombre de misticismo no designo los sistemas de pensamiento a los que se da ese nombre impreciso: pienso en la "experiencia mística", en los "estados místicos" experimentados en la soledad. En esos estados podemos conocer una verdad diferente de aquellas que están unidas con la percepción de los objetos (y, después, del sujeto; unidas por tanto a las consecuencias intelectuales de la percepción). Pero esta verdad no es formal. El discurso coherente no puede explicarla. Sería incluso incomunicable si no tuviéramos la oportunidad de abordarla por dos caminos: la poesía y la descripción de las condiciones en las que es habitual a esos estados.

En forma decisiva, esas condiciones responden a los temas de que ya he hablado y que fundamentan la emoción literaria auténtica. Es siempre la muerte - o por lo menos la ruina del sistema del individuo aislado a la búsqueda de la dicha en la duración- la que introduce la ruptura, ruptura sin la cual nadie alcanza el estado de trance. En ese momento de ruptura y muerte, lo recobrado es siempre la inocencia y la embriaguez del ser. El ser aislado se pierde en algo distinto a él. Poco importa la representación que demos de esa "otra cosa". Es siempre una realidad que trasciende los límites comunes. Es incluso tan profundamente ilimitada que en realidad no es una cosa.
"Dios es nada" enuncia Eckhart. En el terreno de la vida ordinaria el "ser amado" ¿no es acaso la anulación de los límites de los otros (el único ser en el que ya no sentimos o sentimos menos, los límites del individuo acantonado en un aislamiento que nos lo hace evanescente)? Lo propio del estado místico es la tendencia a suprimir radicalmente -sistemáticamente- la imagen múltiple del mundo en que se sitúa la existencia individual a la busca de la duración. En un impulso inmediato (como el de la infancia o la pasión) el esfuerzo no es sistemático: la ruptura de los límites es pasiva, no es consecuencia de una voluntad dispuesta intelectualmente. La imagen de ese mundo carece simplemente de coherencia o, en el caso de que ya haya encontrado su cohesión, la intensidad de la pasión la trasciende: es cierto que la pasión busca la duración del goce experimentado en la pérdida de sí mismo ¿pero no es acaso su primer impulso el olvido de uno mismo por el otro?

No podemos dudar de la unidad fundamental de todos los impulsos gracias a los cuales escapamos al cálculo del interés, en los cuales experimentamos la intensidad del instante presente. El misticismo escapa a la espontaneidad de la infancia lo mismo que a la condición accidental de la pasión. Pero para expresar los trances utiliza el vocabulario del amor y la contemplación liberada de la reflexión discursiva tiene la simplicidad de una risa infantil. Creo que es decisivo insistir en el parecido entre una determinada tradición literaria moderna y la vía mística.

Pasajes que describen en efecto sentimientos agudizados y estados turbados del alma, que responden a todas las posibilidades de una vida espiritual angustiada, llevada a intensa exaltación. Expresan una experiencia infinitamente profunda, infinitamente violenta, de las tristezas o las alegrías de la soledad. Nada, a decir verdad, nos permite diferenciar con claridad, una experiencia de este tipo, tal como a veces la prepara y la contiene una expresión poética, de una búsqueda ordenada y sometida a los principios de la religión, o por lo menos de una representación del mundo (positiva o negativa). Incluso, en cierto sentido, esos impulsos, exaltados que rige el azar, y que jamás se liberan de los datos de una reflexión inconexa, son a veces los más ricos. El mundo que - de una forma imprecisa- nos revelan los poemas es desde luego inmenso y turbador. Pero, para definirlo, no es lícito extremar el parecido con el mundo relativamente conocido que los grandes místicos nos han descrito. Es un mundo menos calmo, más salvaje, cuya violencia no se reabsorbe en una iluminación lenta y largamente vivida.

“Todo lleva a creer -escribe André Breton- que existe un determinado punto del espíritu donde la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y futuro, lo comunicable y lo incomunicable, dejan de ser percibidos como contradictorios." Yo añadiría: el Bien y el Mal, el dolor y la alegría. Este punto, al que alude Breton, es el designado tanto por la literatura violenta como la violencia de la experiencia mística. El camino importa poco: sólo el lugar, el punto, importa.

(de LA LITERATURA Y EL MAL - fragmento)

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