jueves, 27 de diciembre de 2012

RENE MENARD II



REFLEXIONES SOBRE LA VOCACIÓN POÉTICA (fragmento II)

A propósito de la Poesía, se habla a menudo de “Mundo invisible”, sino de “Mundo absoluto”. La Poesía sería el reflejo de estos mundos, la traducción posible para los hombres, comprendida misteriosamente por algunos de ellos. ¿Pero no es erróneo reflexionar sobre la poesía partiendo de nociones abstractas, ya que las únicas pruebas formales de la Poesía están dadas por conjuntos de vocablos referidos al mundo visible y concreto?. Sin duda, ellos pretenden una nueva representación de la realidad. se apartan de ella, por lo menos.

Si los poetas han experimentado desde hace un siglo la necesidad de desvincular a la Poesía de la realidad común, es porque han comprendido que ésta se halla en estado de descomposición. Su rechazo era un grito de alarma. Después, un cierto número de cobardes se asfixiaron en las cuevas de la Ciudad flagelada por el rayo. Viene el tiempo de volver a subir lo que queda de las murallas, de unirse con los hombres simples, portadores de piedras y de cabrias, y exorcizar en sus ojos los reflejos de las tormentas. Si se parte para morir, que sea el mar abierto del verbo. Ya que no tenemos otros horizonte.

A menos de un cuarto de hora de avión, en la vertical de la tierra, entraríamos en la noche perpetua. En el momento del más bello sol, ¿no es preciso recordar una oscuridad tan próxima?. El dominio de la claridad sobre la tierra es menos espero que la piel sobre el cuerpo... ¡Qué imagen inmediata de nuestra condición!.

Para el espíritu, ¿la noche está más lejos? ¡Que ella se reúna ya en torno a las cumbres de la Poesía! Los más altos poemas sólo están iluminados a medias. Ellos acercan una sombra inexpugnable. ¿No debemos entender que su misterio procede de esta causa natural?.

Pero los más altos poemas fundan sus cimientos sobre la clara realidad terrestre. La noche no es sino un ineluctable encuentro. El poeta no lo acepta sino a los últimos resplandores de la reverberación de lo Sagrado sobre el Hombre. En el camino de su ascensión, él respira la luz tanto como puede. Es así como la poesía suscita un orden justo, que va de la evidencia, a ras de la tierra cotidiana, hasta la angustia y el estupor frente a aquello que la palabra ya no penetra.

La vocación de la Poesía es ofrecer, a la conciencia clara, estados fugaces, pensamientos difíciles, perspectivas sin descanso para los ojos. Sólo nuestras propias tinieblas pueden obstaculizarla. El espesor de aquel que le oponemos permite la medida justa de nuestro vigor mental, y a veces de nuestra salud física. Una de las más graves faltas para con la Poesía sería creer que en su vocación entra el rechazo de los límites estrechos de la condición humana. Pero ella permite a veces alcanzarlos, dilatación considerable para la mayor parte de nosotros y que, a decir verdad, no soportamos por mucho tiempo.
¿Soportarían nuestros ojos estrellas más pequeñas en el cielo?.
La parte de la música en la poesía es inexpresable. Para testimoniar sobre la relación que las une, yo diría que la música es a la poesía lo que la paz del alma es a la inteligencia.

La poesía arroja tanta oscuridad sobre la muerte como claridad sobre la vida. La verdadera poesía no consuela de nada.

La moral, que promete la paz del alma por la superación, es una de las amistades naturales de la Poesía. El movimiento interior que ella decide se halla en parentesco con el movimiento de la creación poética. Se trata siempre de una expresión en sí preferible. Pero no existe amistad más libre, y el don va siempre de la Poesía a la Moral.
La Moral gusta expresarse por la voz profética de la Poesía. De allí las confusiones. La Poesía puede ser la belleza de la Moral. Su naturaleza no está por ello más comprometida que la de los colores con respecto a un cuadro. La ambigüedad que nos es preciso reconocer a la Poesía atestigua nuestra insuficiencia espiritual.

La Poesía es un Bien capaz de todos los otros bienes. La poesía desconocida se respira como el perfume de las islas sobre el mar.

ALEJO CARPENTIER



EL ADJETIVO Y SUS ARRUGAS

Los adjetivos son las arrugas del estilo. Cuando se inscriben en la poesía, en la prosa, de modo natural, sin acudir al llamado de una costumbre, regresan a su universal depósito sin haber dejado mayores huellas en una página. Pero cuando se les hace volver a menudo, cuando se les confiere una importancia particular, cuando se les otorga dignidades y categorías, se hacen arrugas, arrugas que se ahondan cada vez más, hasta hacerse surcos anunciadores de decrepitud, para el estilo que los carga. Porque las ideas nunca envejecen, cuando son ideas verdaderas. Tampoco los sustantivos. Cuando el Dios del Génesis luego de poner luminarias en la haz del abismo, procede a la división de las aguas, este acto de dividir las aguas se hace imagen grandiosa mediante palabras concretas, que conservan todo su potencial poético desde que fueran pronunciadas por vez primera. Cuando Jeremías dice que ni puede el etíope mudar de piel, ni perder sus manchas el leopardo, acuña una de esas expresiones poético-proverbiales destinadas a viajar a través del tiempo, conservando la elocuencia de una idea concreta, servida por palabras concretas. Así el refrán, frase que expone una esencia de sabiduría popular de experiencia colectiva, elimina casi siempre el adjetivo de sus cláusulas: "Dime con quién andas...", " Tanto va el cántaro a la fuente...", " El muerto al hoyo...", etc. Y es que, por instinto, quienes elaboran una materia verbal destinada a perdurar, desconfían del adjetivo, porque cada época tiene sus adjetivos perecederos, como tiene sus modas, sus faldas largas o cortas, sus chistes o leontinas.

El romanticismo, cuyos poetas amaban la desesperación -sincera o fingida- tuvo un riquísimo arsenal de adjetivos sugerentes, de cuanto fuera lúgubre, melancólico, sollozante, tormentoso, ululante, desolado, sombrío, medieval, crepuscular y funerario. Los simbolistas reunieron adjetivos evanescentes, grisáceos, aneblados, difusos, remotos, opalescentes, en tanto que los modernistas latinoamericanos los tuvieron helénicos, marmóreos, versallescos, ebúrneos, panidas, faunescos, samaritanos, pausados en sus giros, sollozantes en sus violonchelos, áureos en sus albas: de color absintio cuando de nepentes se trataba, mientras leve y aleve se mostraba el ala del leve abanico. Al principio de este siglo, cuando el ocultismo se puso de moda en París, Sar Paladán llenaba sus novelas de adjetivos que sugirieran lo mágico, lo caldeo, lo estelar y astral. Anatole France, en sus vidas de santos, usaba muy hábilmente la adjetivación de Jacobo de la Vorágine para darse "un tono de época". Los surrealistas fueron geniales en hallar y remozar cuanto adjetivo pudiera prestarse a especulaciones poéticas sobre lo fantasmal, alucinante, misterioso, delirante, fortuito, convulsivo y onírico. En cuanto a los existencialistas de segunda mano, prefieren los purulentos e irritantes.

Así, los adjetivos se transforman, al cabo de muy poco tiempo, en el academismo de una tendencia literaria, de una generación. Tras de los inventores reales de una expresión, aparecen los que sólo captaron de ella las técnicas de matizar, colorear y sugerir: la tintorería del oficio. Y cuando hoy decimos que el estilo de tal autor de ayer nos resulta insoportable, no nos referimos al fondo, sino a los oropeles, lutos, amaneramientos y orfebrerías, de la adjetivación.

Y la verdad es que todos los grandes estilos se caracterizan por una suma parquedad en el uso del adjetivo. Y cuando se valen de él, usan los adjetivos más concretos, simples, directos, definidores de calidad, consistencia, estado, materia y ánimo, tan preferidos por quienes redactaron la Biblia, como por quien escribió el Quijote.

martes, 25 de diciembre de 2012

ROLAND BARTHES II




EL GRADO CERO DE LA ESCRITURA (fragmento)

La lengua está más acá de la Literatura. El estilo casi más allá: imágenes, elocución, léxico, nacen del cuerpo y del pasado del escritor y poco a poco se transforman en los automatismos de su arte. Así, bajo el nombre de estilo, se forma un lenguaje autárquico que se hunde en la mitología personal y secreta del autor, en esa hipofísica de la palabra donde se forma la primera pareja de las palabras y las cosas, donde se instalan de una vez por todas, los grandes temas verbales de su existencia. Sea cual fuere su refinamiento, el estilo siempre tiene algo en bruto: es una forma sin objetivo, el producto de un empuje, n de una intención, es como la dimensión vertical y solitaria del pensamiento. Sus referencias se hallan en el nivel de una biología o de un pasado, no de una Historia: es la “cosa” del escritor, su esplendor y su prisión, su soledad. Indiferente y transparente a la sociedad, caminar cerrado de la persona, no es de ningún modo el producto de una elección, de una reflexión sobre la Literatura. Es la parte privada del ritual, se eleva a partir de las profundidades míticas del escritor y se despliega fuera de su responsabilidad. Es la voz decorativa de una carne desconocida y secreta; funciona al modo de una Necesidad, como si, en esa suerte de empuje floral, el estilo sólo fuera el término de una metamorfosis ciega y obstinada, salida de un infra lenguaje que se elabora en el límite de la carne y del mundo. El estilo es propiamente un fenómeno de orden germinativo, la trasmutación de un Humor. De este modo las alusiones del estilo están distribuidas en profundidad: la palabra tiene una estructura horizontal, sus secretos están en la misma línea que sus palabras y lo que esconde se desanuda en la duración de su continuo; en la palabra todo está ofrecido, destinado a un inmediato desgaste, y el verbo, el silencio y su movimiento son lanzados hacia un sentido abolido: es una transferencia sin huella, ni atraso, por el contrario el estilo sólo tiene una dimensión vertical, se hunde en el recuerdo cerrado de la persona, compone su opacidad a partir de cierta experiencia de la materia; el estilo no es sino metáfora, es decir ecuación entre la intención literaria y la estructura carnal del autor (es necesario recordar que la estructura es el residuo de una duración). El estilo es así siempre un secreto; pero la vertiente silenciosa de su referencia no se relaciona con la naturaleza móvil y sin cesar diferida del lenguaje; su secreto es un recuerdo encerrado en el cuerpo del escritor; la virtud alusiva del estilo no es un fenómeno de velocidad, como en la palabra, donde lo que no es dicho, sigue siendo de todos modos un ínterin del lenguaje, sino un fenómeno de densidad, pues lo que se mantiene derecha y profundamente bajo el estilo, reunido dura o tiernamente en sus figuras, son os fragmentos de una realidad absolutamente extraña al lenguaje. El milagro de esta transformación hace del estilo una suerte de operación supra-literaria, que arrastra al hombre hasta el umbral del poder y de la magia, por su origen biológico el estilo se sitúa fuera del arte, es decir, fuera del pacto que liga al escritor con la sociedad. Podemos imaginar por tanto a autores que prefieran la seguridad del arte a la soledad del estilo. La Autoridad del estilo, es decir el lazo absolutamente libre del lenguaje y de su doble carnal, impone al escrito como si fuera un Frescor por encima de la Historia.

El horizonte de la lengua y la verticalidad del estilo dibujan pues, para el escritor, una naturaleza, ya que no elige ni el uno ni el otro. La lengua funciona como una negatividad, el límite inicial de lo posible, es estilo es una Necesidad que anuda el humor del escritor a su lenguaje. Encuentra allí la familiaridad de la historia y aquí la de su propio pasado. En ambos casos se trata realmente de una naturaleza, es decir d una gesticulación familiar, donde sólo la energía es de orden operatorio, que aquí enumera, allí transforma, pero nunca juzga o significa una elección.

Pero toda forma es también valor; por lo que, entre la lengua y el estilo, hay espacio para otra realidad formal: la escritura. En toda forma literaria, existe la elección general de un tono, de un ethos si se quiere, y es aquí donde el escritor se individualiza claramente porque es donde se compromete. Lengua y estilo son antecedentes de toda problemática del lenguaje, lengua y estilo son el producto natural del Tiempo y de la persona biológica; pero la identidad formal del escritor sólo se establece realmente fuera de la instalación de las normas de la gramática y de las constantes del estilo, allí donde lo continuo escrito, reunido y encerrado primeramente en una naturaleza lingüística perfectamente inocente, se va a hacer finalmente un signo total, elección de un comportamiento humano, afirmación de cierto Bien, comprometiendo así al escritor en la evidencia y la comunicación de una felicidad o de un malestar, y ligando la forma a la vez normal y singular de su palabra a la amplia Historia del otro. Lengua y estilo son fuerzas ciegas; la escritura es un acto d solidaridad histórica. Lengua y estilo son objetos; la escritura es una función; es la relación entre la creación y la sociedad, el lenguaje literario transformado por su destino social, la forma captada en su intención humana y unida así a las grandes crisis de la Historia. por ejemplo, Merimée y Fenelon están separados por fenómenos de la lengua y por accidentes de estilo; sin embargo practican un lenguaje cargado de la misma intencionalidad, se refieren a una misma idea de la forma y del fondo, aceptan un mismo orden de convenciones, son el encuentro de los mismos reflejos técnicos, emplean con los mismos gestos, a un siglo y medio de distancia, un instrumento idéntico, sin duda un poco modificado en su aspecto, pero en modo alguno en su situación o en su uso: en suma, tienen la misma escritura. Por el contrario, casi contemporáneos, Merimée y Lautréamont, Mallarmé y Céline, Gide y Queneau, Claudel y Camus, que hablaron o hablan el mismo estado histórico de nuestra lengua, utilizan escrituras profundamente diferentes; todo los separa, el tono, la elocución, el fin, la moral, lo natural de su palabra, de tal modo que la comunidad de época y de lengua es poca cosa en relación con escrituras tan opuestas y definidas por su misma oposición.

En efecto, estas escrituras son distintas pero comparables, porque han sido originadas por un movimiento idéntico: la reflexión del escritor sobre el uso social de su forma y la elección que asume, colocada en el centro de la problemática literaria, que sólo comienza con ella, la escritura es por lo tanto esencialmente la moral de la forma, la elección del área social en el seno de la cual es escritor decide situar la Naturaleza de su lenguaje. Pero esta área social no es de ningún modo la de un consumo efectivo. Para el escritor no se trata de elegir el grupo social para el que escribe; sabe que, salvo por medio de una Revolución, no puede tratarse sino de una misma sociedad. Su elección es una elección de conciencia, no de eficacia. Su escritura es un modo de pensar la Literatura, no de extenderla. O mejor aún: porque el escritor no puede de ningún modo modificar los datos objetivos del consumo literario (estos datos puramente históricos se le escapan, incluso si es consciente de ellos), transporta voluntariamente la exigencia de un lenguaje libre a las fuentes de ese lenguaje y no en el momento de su consumo. Por eso la escritura es una realidad ambigua: por una parte nace, sin duda, de una confrontación del escritor y de su sociedad; por otra, remite al escritor, por una suerte de transferencia trágica, desde esa finalidad social hasta las fuentes instrumentales de su creación. No pudiendo ofrecerle un lenguaje libremente consumido, la Historia le propone la exigencia de un lenguaje libremente producido.

De esta manera la elección, y luego la responsabilidad de una escritura, designan una Libertad, pero esta libertad no tiene los mismos límites en los diferentes momentos de la historia. Al escritor no le está dado elegir su escritura en una especie d arsenal intemporal de formas literarias. Bajo la presión de la Historia y de la Tradición se establecen las posibles escrituras de un escritor dado: hay una Historia de la Escritura; pero esa Historia es doble: en el momento en que la Historia general propone -o impone- una nueva problemática del lenguaje literario, la escritura permanece todavía llena del recuerdo de sus usos anteriores, pues el lenguaje nunca es inocente: las palabras tienen una memoria segunda que se prolonga misteriosamente en medio de las significaciones nuevas. La escritura es precisamente ese compromiso entre una libertad y un recuerdo, es esa libertad recordante que sólo es libertad en el gesto de elección, no ya en su duración. Sin duda puedo hoy elegirme tal o cual escritura, y con ese gesto afirmar mi libertad, pretender un frescor o una tradición; pero no puedo ya desarrollarla en una duración sin volverme poco a poco prisionero de las palabras del otro e incluso de mis propias palabras. Una obstinada remanencia, que llega de todas las escrituras precedentes y del pasado mismo de mi propia escritura, cubre la voz presente de mis palabras. Toda huella escrita se precipita como un elemento químico, primero transparente, inocente y neutro, en el que la simple duración hace aparecer poco a poco un pasado en suspensión, una criptografía cada vez más densa.

Como Libertad, la escritura es sólo un momento, pero ese momento es uno de los más explícitos de la Historia, ya que la Historia es siempre y ante todo una elección y los límites de esa elección. Y porque la escritura deriva de un gesto significativo del escritor, roza la historia más sensiblemente que cualquier otro corte de la literatura. La unidad de la escritura clásica, homogénea durante siglos, la pluralidad de las escrituras modernas, multiplicadas desde hace cien años hasta el límite mismo del hecho literario, esa forma de estallido de la escritura francesa, corresponde a una gran crisis de la Historia total, visible de modo mucho más confuso en la Historia literaria propiamente dicha. Lo que separa el “pensamiento” de un Balzac del de un Flaubert, es una variación de escuela; lo que opone sus escrituras es una ruptura esencial, en el instante mismo en que dos estructuras económicas se imbrican, arrastrando en su articulación cambios decisivos de mentalidad y de conciencia.



miércoles, 19 de diciembre de 2012

ODYSSEAS ELYTIS



LAS PEQUEÑAS ÉPSILON (fragmento)

"Las amarguras que el tiempo arroja dentro de mí las sustrae de mis poemas. Me he llenado de arrugas, para permanecer terso ahí donde nadie me recordará. Una rosa que se vuelve poesía te puede destrozar mucho más que un puñetazo que no se vuelve poesía. Millares de palabras se marchitan en los libros rojos, cuando una simple muchacha dispara. Al parecer, incluso para derrocar gobiernos -qué triunfo- se necesita la buena calidad. En la tristeza de la interminable mediocridad que nos ahoga por todos lados, me consuela que en algún lugar, en alguna habitación pequeña, algunos obstinados luchan por eliminar el desgaste. Con pleno conocimiento de que un día este planeta se congelará o se incendiará junto con sus logros. Ellos, otro tipo de héroes, son los que harán quedar bien alguna vez a la humanidad. Extraño: en nombre del humanismo, desde siempre los pueblos han dado dos pasos adelante y los poetas dos pasos atrás. No nos engañemos. No te haces vegetariano comiendo cordero pintado de verde. Que reduzcas un poema a su sentido esencial no tiene ningún sentido. Una cámara fotográfica oculta en la mala poesía nos condena a volver a ver aquello que hemos visto muchas veces y a no ver aquello que nunca hemos visto.

Seguramente la capacidad de observación es un gran defecto para el poeta que, al final, acaba tomando las nubes por nubes. Muchas mentiras esperan en fila para ocupar el lugar de la verdad. Al menos mintamos correctamente. Muchos en la poesía, porque resulta que son feos, proclaman que Dios hizo feo al mundo. Algunos incluso llegan más lejos: porque alguna vez estuvieron en peligro de ahogarse, insisten en que el mar no es azul. No percibes la magia con la interpretación de la magia, mucho menos con la descripción de la interpretación de la magia. O cantas, o callas. No dices: esto que hago es canto. Eso faltaba. Si los pájaros pensaran nos arrojarían piedras -perdón, quise decir excrementos. En nuestros tiempos se admira más al diamante que se vuelve carbón que al carbón que se vuelve diamante. La sensación del fracaso continúa siendo el buen conductor de las emociones en una mayoría a la que, queriéndolo o no, este complejo la domina toda su vida. Joven, recuerda: no te haces esclavo cuando te somete sólo quien tiene el poder -sino también quien lucha en su contra. Olor de los Textos: a madera húmeda en el fuego, o a hojas podridas, o a habitación vacía. Y más: a piedra ardiente en el sol, a establo, a cabello sin lavar de una mujer hermosa. ¡Pobre Guerlain! Cuidado con la emoción. Si es hechicera, no deja de ser embustera.

De la misma manera en que a veces una palabra (no necesariamente bonita o rara) se vuelve el pretexto para crear todo un verso, de tal modo que esa palabra pueda encontrar su lugar preciso y resplandezca, ese verso, a su vez, por la misma razón, se vuelve a veces pretexto para crear todo un poema, cuyo contenido, si nació de dos o tres sílabas humildes, como sentido está tan alejado de ellas como un hombre completo del placer de un instante, que se volvió la razón de que existiera. Toda gran música, en el fondo, es un menosprecio de la muerte. Lo Uno y lo Absoluto que concibe nuestra mente es lo mucho y lo relativo de los demás, llevados a la claridad de la unidad. La distancia de la ``nada'' a lo ``mínimo'' es mucho más grande que la de lo ``mínimo'' a lo ``mucho''. Grecia es el país dorado de la Poquedad que inutiliza el valor del número; pero también el país negro de lo Desigual, donde ningún destino se corta a la medida dada del inicio. En la vida, que aciertes a algunas codornices significa: las mataste. En el arte: las resucitaste. El arte, aun cuando se dirige hacia la muerte, la sube; no cae dentro de ella. Y es por eso que cuanto más se agota la vida, tanto más la obra flota con la cabeza de fuera. Sólo que, a veces, algunos no perciben el espejo y se rompen la cara. Si hay algo que teme el artista consciente es que sabe que los cadáveres de las malas obras son peores que los del hombre. Es cómico, pero las palabras que te ayudan a vivir al otro le ayudan a matarte. "

domingo, 16 de diciembre de 2012

PAUL VALÉRY



TEORÍA ESTÉTICA

(Conferencia pronunciada en la Université des Annales 
el 2 de diciembre de 1927)


Comenzaré por el comienzo. El comienzo de esta exposición de ideas sobre la poesía consistirá necesariamente en la consideración de ese nombre, tal y como se emplea en el discurso habitual. Sabemos que esa palabra tiene dos sentidos, es decir, dos funciones bien distintas. Designa en primer lugar un cierto género de emociones, un estado emotivo particular, que puede ser provocado por objetos o circunstancias muy diferentes. Decimos de un paisaje que es poético, lo decimos de una circunstancia de la vida, lo decimos a veces de una persona.
Pero existe una segunda acepción de ese término, un segundo sentido más estricto. Poesía, en ese sentido, nos hace pensar en un arte, en una extraña industria cuyo objeto es reconstituir esa emoción que designa el primer sentido de la palabra. Restituir la emoción poética a voluntad, fuera de las condiciones naturales en las que se produce espontáneamente y mediante los artificios del lenguaje, tal es el propósito del poeta, y tal es la idea unida al nombre de poesía, tomada en el segundo sentido.
Entre esas dos nociones existen las mismas relaciones y las mismas diferencias que las que se encuentran entre el perfume de una flor y la operación del químico que se aplica para reconstruirlo por completo.

Sin embargo, se confunden a cada instante las dos ideas, y de ello se deduce que un gran número de juicios, de teorías e incluso de obras están viciadas en su principio por el empleo de una sola palabra para dos cosas muy diferentes, aunque relacionadas.
Hablemos primero de la emoción poética, del estado emocional esencial. Ustedes saben lo que la mayoría de los hombres sienten con mayor o menor fuerza y pureza ante un espectáculo natural que les impone. Las puestas de sol, los claros de luna, los bosques y el mar nos conmueven. Los grandes acontecimientos, los puntos críticos de la vida afectiva, los males del amor y la evocación de la muerte son otras tantas ocasiones o causas inmediatas de resonancias íntimas más o menos intensas y más o menos conscientes.
Esa clase de emociones se distingue de todas las demás emociones humanas. ¿Cómo se distingue? Es lo que a nuestro actual propósito le interesa buscar. Es importante oponer tan claramente como sea posible la emoción poética a la emoción ordinaria. La separación es bastante delicada de realizar, pues nunca se ha cumplido en los hechos. Siempre encontramos mezclados con la emoción poética esencial la ternura o la tristeza, el furor, el temor o la esperanza; y los intereses y los efectos particulares del individuo no dejan de combinarse con esta sensación de universo, que es característica de la poesía.

He dicho: sensación de universo. He querido decir que el estado o emoción poética me parece que consiste en una percepción naciente, en una tendencia a percibir un mundo, o sistema completo de relaciones, en el cual los seres, las cosas, los acontecimientos y los actos, si bien se parecen, todos a todos, a aquellos que pueblan y componen el mundo sensible, el mundo inmediato del que son tomados, están, por otra parte, en una relación indefinible, pero maravillosamente justa, con los modos y las leyes de nuestra sensibilidad general. Entonces esos objetos y esos seres conocidos cambian en alguna medida de valor. Se llaman unos a otros, se asocian de muy distinta manera que en las condiciones ordinarias. Se encuentran -permítanme esta expresión musicalizada- convertida en conmensurables resonantes el uno por el otro. Así definido, el universo poético presenta grandes analogías con el universo de los sueños.

Ya que la palabra sueños se ha introducido en mi discurso, diré de paso que en los tiempos modernos, a partir del Romanticismo, se ha producido una confusión bastante explicable, aunque bastante lamentable, entre la noción de poesía y la de sueño. Ni el sueño ni la ensoñación son necesariamente poéticos. Pueden serloo; pero las figuras formadas al azar sólo por azar son figuras armónicas.

No obstante, el sueño nos hace comprender mediante una experiencia común y frecuente, que nuestra consciencia puede ser invadida, henchida, constituida por un conjunto de producciones notablemente diferentes de las reacciones y de las percepciones ordinarias del espíritu. Nos aporta el ejemplo familiar de un mundo cerrado en el que todas las cosas reales pueden estar representadas, pero en el que todas las cosas aparecen y se modifican únicamente por las variaciones de nuestra sensibilidad profunda. Es aproximadamente así como el estado poético se instala, se desarrolla y se disgrega en nosotros. Lo que equivale a decir que es perfectamente irregular, inconstante, involuntario y frágil, y que lo perdemos lo mismo que lo obtenemos, por accidente. Hay períodos de nuestra vida en los que esta emoción y esas formaciones tan preciosas no se manifiestan. Ni siquiera pensamos que sean posibles. El azar nos las da, el azar nos las retira.

Pero el hombre solamente es hombre por la voluntad que tiene de restablecer lo que le interesa sustraer a la disipación natural de las cosas. Así el hombre ha hecho por esta emoción superior lo que ha hecho o ha intentado hacer por todas las cosas perecederas o dignas de añoranza. Ha buscado, ha encontrado medios para fijar y resucitar a voluntad los estados más bellos y más puros de sí mismo, para reproducir, transmitir y guardar durante siglos las fórmulas de su entusiasmo, de su éxtasis, de su vibración personal; y, por una afortunada y admirable consecuencia, la invención de esos procedimientos de conservación le ha dado al mismo tiempo la idea y el poder de desarrollar y enriquecer artificialmente los fragmentos de vida poética de los que su naturaleza le hace por instantes el don. Ha aprendido a extraer del transcurso del tiempo, a separar de las circunstancias, esas formaciones, esas maravillosas percepciones fortuitas que se habrían perdido sin retorno si el ser ingenioso y sagaz no hubiera acudido a ayudar al ser instantáneo, a prestar el socorro de sus invenciones al yo puramente sensible. Todas las artes han sido creadas para perpetuar, cambiar, cada una según su esencia, un momento de efímera delicia en la certidumbre de una infinidad de instantes deliciosos. Una obra no es otra cosa que el instrumento de esta multiplicación o regeneración posible. Música, pintura y arquitectura son los diversos modos correspondientes a la diversidad de los sentidos. Ahora bien, entre esos medios de producir o de reproducir un mundo poético, de organizarlo para la duración y de amplificarlo mediante el trabajo reflexivo, el más antiguo, quizá, el más inmediato, y sin embargo el más complejo, es el lenguaje. Pero el lenguaje, debido a su naturaleza abstracta, a sus efectos más especialmente intelectuales -es decir, indirectos-, y a sus orígenes o a sus funciones prácticas, propone al artista que se ocupa de consagrarlo y ordenarlo para la poesía, una tarea curiosamente complicada. Nunca hubiera habido poetas si se hubiera tenido conciencia de los problemas a resolver. (Nadie podría aprender a andar si para andar hubiera que representarse y poseer en el estado de ideas claras todos los elementos del menor paso).

Pero no estamos aquí para hacer versos. Tratamos por el contrario de considerar los versos como imposibles de hacer, para admirar más lúcidamente los esfuerzos de los poetas, concebir su temeridad y sus fatigas, sus riesgos y sus virtudes, maravillarnos de su instinto.
Voy a intentar en pocas palabras darles una idea de esas dificultades.

Lo he dicho anteriormente: el lenguaje es un instrumento, una herramienta, o mejor una colección de herramientas y de operaciones formadas por la práctica y sojuzgadas a ella. Es por lo tanto un medio necesariamente burdo, que cada cual utiliza, acomoda a sus necesidades actuales, deforma de acuerdo con las circunstancias, ajusta a su persona fisiológica y a su historia psicológica.

Ustedes saben a qué pruebas lo sometemos a veces. Los valores, los sentidos de las palabras, las reglas de sus acordes, su emisión, su trascripción son para nosotros juguetes e instrumentos de tortura a un tiempo. Sin duda tenemos en alguna consideración las decisiones de la Academia; y sin duda, el cuerpo docente, los exámenes, principalmente la vanidad, oponen algunos obstáculos al ejercicio de la fantasía individual. En los tiempos modernos, además, la tipografía interviene muy poderosamente en la conservación de esas convenciones de la escritura. De ese modo, se retrasan en cierta medida las alteraciones de origen personal; pero las cualidades del lenguaje más importantes para el poeta, que evidentemente son sus propiedades o posibilidades musicales, por una parte, y sus valores significativos ilimitados (los que dirigen la propagación de las ideas derivadas de una idea), por la otra; son también las menos protegidas del capricho, las iniciativas, las acciones y las disposiciones de los individuos. La pronunciación de cada uno y su «experiencia» psicológica particular introducen en la transmisión mediante el lenguaje, una incertidumbre, posibilidades de error, y un imprevisto, del todo inevitables. Observen bien estos dos puntos: al margen de su aplicación a las necesidades más simples y comunes de la vida, el lenguaje es todo lo contrario de un instrumento de precisión. Y al margen de ciertas coincidencias rarísimas, de determinados aciertos de expresión y de formas sensibles, combinadas, no es para nada un medio poético.

En resumen, el destino amargo y paradójico del poeta le impone utilizar una fabricación del uso corriente y de la práctica para fines excepcionales y no prácticos; tiene que tomar medios de origen estadístico y anónimo para cumplir su propósito de exaltar y de expresar su persona en aquello que tiene de más puro y singular.

¡En qué estado desfavorable o desordenado encuentra las cosas el poeta! Tiene ante sí ese lenguaje ordinario, ese conjunto de medios tan burdos que todo conocimiento que se precisa lo rechaza para crearse sus instrumentos de pensamiento; ha de tomar prestada esa colección de términos y reglas tradicionales e irracionales, modificadas por cualquiera, caprichosamente introducidas, caprichosamente interpretadas, caprichosamente codificadas. Nada menos adecuado a los propósitos del artista que ese desorden esencial del que debe extraer a cada instante los elementos del orden que desea producir. Para el poeta no ha habido físico que haya determinado las propiedades constantes de esos elementos de su arte, sus relaciones, sus condiciones de emisión idéntica. Ni diapasones, ni metrónomos, ni constructores de gamas, ni teóricos de la armonía. Ninguna certidumbre, de no ser la de las fluctuaciones fonéticas y significativas del lenguaje. Ese lenguaje, además, no actúa como el sonido sobre un sentido único, sobre el oído, que es el sentido por excelencia de la espera y de la atención. Constituye, por el contrario, una mezcla de excitaciones sensoriales y físicas perfectamente incoherentes. Cada palabra es una reunión instantánea de efectos sin relación entre sí. Cada palabra reúne un sonido y un sentido. Me equivoco: es a la vez varios sonidos y varios sentidos. Varios sonidos, tantos sonidos como provincias hay en Francia y casi hombres en cada provincia. Es esta una circunstancia muy grave para los poetas, en quienes los efectos musicales que habían previsto quedan corrompidos o desfigurados por el acto de sus lectores. Varios sentidos, pues las imágenes que nos sugiere cada palabra generalmente son bastante diferentes y sus imágenes secundarias infinitamente diferentes.

La palabra es cosa compleja, es combinación de propiedades a un tiempo vinculadas en el hecho e independientes por su naturaleza y su función. Un discurso puede ser lógico y cargado de sentido, pero sin ritmo y sin compás alguno; puede ser agradable al oído y perfectamente absurdo o insignificante; puede ser claro y vano, vago y delicioso... Pero basta, para hacer imaginar su extraña multiplicidad, con nombrar todas las ciencias creadas para ocuparse de esta diversidad y explotar cada uno de sus elementos. Puede estudiarse un texto de muchas maneras independientes, pues es sucesivamente justiciable por la fonética, por la semántica, por la sintaxis, por la lógica y por la retórica, sin omitir la métrica, ni la etimología.
He ahí al poeta enfrentado con esa materia móvil y demasiado impura; obligado a especular por turno sobre el sonido y sobre el sentido, a satisfacer no sólo a la armonía, al período musical, sino también a condiciones intelectuales variadas: lógica, gramática, sujeto del poema, figuras y ornamentos de todos los órdenes, sin contar con las reglas convencionales. Observen el esfuerzo que supone la empresa de llevar a buen fin un discurso en el que tantas exigencias han de satisfacerse milagrosamente al mismo tiempo.

Aquí comienzan las inciertas y minuciosas operaciones del arte literario. Pero este arte nos ofrece dos aspectos, hay dos grandes modos que, en su estado extremo, se oponen, pero que, sin embargo, se reúnen y encadenan por una multitud de grados intermedios. Existe la prosa y existe el verso. Entre ellos, todos los tipos de su mezcla; pero hoy los consideraré en sus estados extremos. Podría ilustrarse esta oposición de los extremos exagerando un poco: decirse que el lenguaje tiene por límites la música, por un lado, el álgebra, por el otro.
Recurriré a una comparación que me es familiar para que sea más fácil captar lo que tengo que decir sobre este tema. Hablando un día de todo esto en una ciudad extranjera, y habiéndome servido de esta misma comparación, uno de mis oyentes me hizo una cita notable que me descubrió que la idea no era nueva. No lo era al menos nada más que para mí. Se trataba de un extracto de una carta de Racan a Chapelain, en la que Racan le decía que Malherbe asimilaba la prosa a la marcha, la poesía a la danza, como voy a hacerlo yo enseguida:

(«Den, dice Racan, el nombre que gusten a mi prosa, el de galante, ingenua o festiva. Estoy decidido a mantenerme en los preceptos de mi primer maestro Malherbe y no buscar nunca ni número, ni cadencia a mis períodos, ni otro ornamento que la nitidez que puede expresar mis pensamientos. Ese buen hombre (Malherbe) comparaba la prosa al andar ordinario y la poesía a la danza, y decía que debemos tolerar alguna negligencia a las cosas que nos vemos obligados a hacer pero que es ser ridículo el ser mediocres en las que hacemos por vanidad. Los cojos y los gotosos no pueden dejar de andar, pero nada les obliga a bailar el vals o los cinco pasos».
La comparación que Racan adjudica a Maleherbe, y que yo por mi parte había advertido fácilmente, es inmediata. Les demostraré que es fecunda. Se desarrolla muy lejos con una curiosa precisión. Es quizá algo más que una similitud de apariencias. )

La marcha lo mismo que la prosa tiene siempre un objeto concreto. Es un acto dirigido hacia un objeto y nuestra finalidad es alcanzarlo. Las circunstancias actuales, la naturaleza del objeto, la necesidad que tengo, el impulso de mi deseo, el estado de mi cuerpo, el del terreno, son los que imponen el paso a la marcha, le prescriben su dirección, su velocidad y su término. Todas las propiedades de la marcha se deducen de esas condiciones instantáneas que se combinan singularmente en cada ocasión, de tal manera que no hay dos desplazamientos de esta clase que sean idénticos, que hay cada vez creación especial, pero, cada vez, es abolida y como absorbida en el acto realizado.
La danza es algo muy distinto. Es, sin duda, un sistema de actos, pero que tienen un fin en sí mismos. No va a ninguna parte. Si persigue alguna cosa, no es más que un objeto ideal, un estado, una voluptuosidad, un fantasma de flor, o algún encantamiento de sí misma, un extremo de vida, una cima, un punto supremo del ser... Pero por diferente que sea del movimiento utilitario, tomen nota de esta advertencia esencial aunque infinitamente simple, que usa los mismos miembros, los mismos órganos, huesos, músculos y nervios que la marcha misma. Exactamente lo mismo sucede con la poesía que usa las mismas palabras, las mismas formas y los mismos timbres que la prosa.
Por consiguiente la poesía y la prosa se distinguen por la diferencia de ciertas leyes o convenciones momentáneas de movimiento y de funcionamiento aplicadas a elementos y a mecanismos idénticos. Razón por la cual hay que evitar razonar sobre la poesía como se hace con la prosa. Lo que es verdad de una deja de tener sentido, en muchos casos, si se quiere encontrar en la otra. Y es por lo que (por elegir un ejemplo), es fácil justificar inmediatamente el uso de las inversiones; pues esas alteraciones del orden acostumbrado y, en cierto modo, elemental de las palabras en francés, fueron criticadas en diversas épocas, a mi entender muy ligeramente, por motivos que se reducen a esta fórmula inaceptable: la poesía es prosa.

Llevemos un poco más lejos nuestra comparación, que soporta ser profundizada. Un hombre anda. Se mueve de un lugar a otro, conforme a un camino que es siempre un camino de mínima acción. Observemos que la poesía sería imposible si estuviera sujeta al régimen de la línea recta. Nos enseñan: ¡digan que llueve si quieren decir que llueve! Pero el objeto de un poeta no es nunca ni puede serlo el enseñarnos que llueve. No es necesario un poeta para persuadimos de tomar nuestro paraguas. Observen en qué se convierte Ronsard, en qué se convierte Hugo, en qué se convierten la rima, las imágenes, las consonancias, los versos más hermosos del mundo, si someten la poesía al sistema ¡Digan que llueve! Solamente por una burda confusión de los géneros y de los momentos se le pueden reprochar al poeta sus expresiones indirectas y sus formas complejas. No vemos que la poesía implica una decisión de cambiar la función del lenguaje.

Vuelvo al hombre que anda. Cuando ese hombre ha realizado su movimiento, cuando ha alcanzado el lugar, el libro, el fruto, el objeto que deseaba, la posesión anula de inmediato todo su acto, el efecto devora la causa, el fin absorbe el medio, y cualesquiera que hayan sido las modalidades de su acto y de su paso, sólo queda el resultado. Los cojos, los gotosos de los que hablaba Malherbe, una vez que han alcanzado penosamente la butaca a la que se dirigían, no están menos sentados que el hombre más alerta que hubiera llegado a ese asiento con un paso vivo y ligero. Lo mismo sucede con el uso de la prosa. El lenguaje del que me acabo de servir, que expresa mi propósito, mi deseo, mi mandato, mi opinión, mi pregunta o mi respuesta, ese lenguaje que ha cumplido su función, se desvanece apenas llega. Lo he emitido para que perezca, para que irrevocablemente se transforme en ustedes, y sabré que fui comprendido por el hecho relevante de que mi discurso ha dejado de existir. Es reemplazado enteramente y definitivamente por su sentido, o al menos por un cierto sentido, es decir, por imágenes, impulsos, reacciones o actos de la persona a quien se habla; en suma, por una modificación o reorganización interior de ésta. Pero quien no ha comprendido, conserva y repite las palabras. El experimento es fácil...

Verán que la perfección de ese discurso, cuyo único destino es la comprensión, consiste en la facilidad con la que se transforma en algo muy distinto, en no lenguaje. Si han comprendido mis palabras, mis mismas palabras ya no les sirven de nada, han desaparecido de sus mentes, mientras que poseen su contrapartida, ustedes poseen bajo forma de ideas y de relaciones, con qué restituir el significado de esas palabras, bajo una forma que puede ser muy diferente.
Dicho de otro modo, en los empleos prácticos o abstractos del lenguaje que es específicamente prosa, la forma no se conserva, no sobrevive a la comprensión, se disuelve en la claridad, ha actuado, ha hecho comprender, ha vivido.
Pero, por el contrario, el poema no muere por haber servido; está expresamente hecho para renacer de sus cenizas y volver a ser indefinidamente lo que acaba de ser.
En este sentido la poesía se reconoce por este efecto notable por el que podríamos definirla: que tiende a reproducirse en su forma, que provoca a nuestras mentes para reconstituirla tal cual. Si me permitiera una palabra sacada de la tecnología industrial, diría que la forma poética se recupera automáticamente.

Esta es una propiedad admirable y característica entre todas. Me gustaría ofrecerles una imagen simple. Imaginen un péndulo que oscila entre dos puntos simétricos. Asocien a uno de esos puntos la idea de la forma poética, de la potencia del ritmo, de la sonoridad de las sílabas, de la acción física de la declamación, de las sorpresas psicológicas elementales que les producen las aproximaciones insólitas de las palabras. Asocien al otro punto, al punto conjugado del primero, el efecto intelectual, las visiones y los sentimientos que para ustedes constituyen el «fondo», el «sentido» del poema en cuestión, y observen entonces que el movimiento de su alma, o de su atención, cuando está sometida a la poesía, completamente sumisa y dócil a los impulsos sucesivos del lenguaje de los dioses, va del sonido hacia el sentido, del continente hacia el contenido, ocurriendo todo primero como en la costumbre habitual de hablar; pero a continuación, a cada verso, sucede que el péndulo viviente es llevado a su punto de partida verbal y musical. El sentido que se propone encuentra como única salida, como única forma, la forma misma de la que procedía. De este modo, se dibuja una oscilación, una simetría, una igualdad de valor y de poderes entre la forma y el fondo, entre el sonido y el sentido, entre el poema y el estado de poesía.
Este intercambio armónico entre la impresión y la expresión es a mi modo de ver el principio esencial de la mecánica poética, es decir, de la producción del estado poético mediante la palabra. El poeta hace profesión de encontrar por suerte y de buscar por industria esas formas singulares del lenguaje cuya práctica he intentado analizarles.

La poesía así entendida es radicalmente distinta a cualquier prosa: en particular, se opone nítidamente a la descripción y a la narración de acontecimientos que tienden a producir la ilusión de la realidad, es decir, a la novela y al cuento cuando su objeto es dar verosimilitud a los relatos, retratos, escenas y otras representaciones de la vida real. Diferencia que tiene incluso marcas físicas fácilmente observables. Consideren las actitudes comparadas del lector de novelas y del lector dé poemas. Puede ser el mismo hombre, pero difiere excesivamente de sí mismo cuando lee una u otra obra. Observen al lector de novela cuando se sumerge en la vida imaginaria que le provoca su lectura. Su cuerpo deja de existir. Se sostiene la frente con las dos manos. Únicamente es, se mueve, actúa y padece con el espíritu. Está absorbido por lo que devora; no puede contenerse pues una especie de demonio le presiona para avanzar. Quiere la continuación, y el fin, es presa de una especie de alienación: toma partido, triunfa, se entristece, ya no es él mismo, ya no es más que un cerebro separado de sus fuerzas exteriores, es decir, librado a sus imágenes, atravesando una especie de crisis de credulidad.

Muy distinto es el lector de poemas. Si la poesía actúa verdaderamente sobre alguien no es dividiéndolo en su naturaleza, comunicándole las ilusiones de una vida de ficción y puramente mental. No le impone una falsa realidad que exige la docilidad del alma y la abstención del cuerpo. La poesía debe extenderse a todo el ser; excita su organización muscular con los ritmos, libera o desencadena sus facultades verbales de las que exalta el juego total, le ordena en profundidad, pues trata de provocar o reproducir la unidad y la armonía de la persona viviente, unidad extraordinaria, que se manifiesta cuando el hombre es poseído por un sentimiento intenso que no deja de lado ninguna de sus potencias.
En suma, entre la acción del poema y la del relato ordinario la diferencia es de orden psicológico. El poema se despliega en un campo más rico de nuestras funciones de movimiento, exige de nosotros una participación que está más próxima a la acción completa, en tanto que el cuento y la novela nos transforman más bien en sujetos del sueño y de nuestra facultad para ser alucinados.
Pero repito que existen grados, innumerables formas de paso entre esos términos extremos de la expresión literaria.

Tras intentar definir el dominio de la poesía, debería ahora tratar de considerar la operación misma del poeta, los problemas de la factura y de la composición. Pero sería entrar en una vía muy espinosa. Encontramos tormentos infinitos, disputas que no pueden tener fin, adversidades, enigmas, preocupaciones e incluso desesperaciones que convierten el oficio del poeta en uno de los más inseguros y de los más cansados que existen.

Aquel que se contenta tiene que admitir o bien que la producción poética es un puro efecto del azar o bien que procede de una especie de comunicación sobrenatural; una y otra hipótesis reducen al poeta a un papel miserablemente pasivo. Hacen de él o una especie de urna en la que se agitan millones de bolas o una tabla parlante en la que se aloja un espíritu. Tabla o cubeta, en resumen, pero no un dios; lo contrario de un dios; lo contrario de un Yo.

Ahora bien, la experiencia lo mismo que la reflexión nos demuestran, por el contrario, que los poemas cuya compleja perfección y afortunado desarrollo impondrían con mayor fuerza a sus maravillados lectores la idea de milagro, del golpe de suerte, de realización sobrehumana (debido a una conjunción extraordinaria de las virtudes que se pueden desear pero no esperar encontrar reunidas en una obra), son también obras maestras de trabajo, son, además, monumentos de inteligencia y de trabajo continuado, productos de la voluntad y del análisis, que exigen cualidades demasiado múltiples para poder reducirse a las de un aparato registrador de entusiasmos o de éxtasis. Ante un bello poema de alguna longitud percibimos que hay ínfimas posibilidades de que un hombre haya podido improvisar de una vez, sin otro cansancio que el de escribir o emitir lo que le viene a la mente, un discurso singularmente seguro de sí, provisto de continuos recursos, de una armonía constante y de ideas siempre acertadas, un discurso que no cesa de encantar, en el que no se encuentran accidentes, señales de debilidad y de impotencia, en el que faltan esos molestos incidentes que rompen el encantamiento y arruinan el verso poético del que les hablaba anteriormente.

Hay una cualidad especial, una especie de energía individual propia del poeta. Aparece en él y se le revela a sí mismo en ciertos instantes de infinito valor. Pero no son más que instantes, y esta energía superior (es decir, es tal que todas las otras energías del hombre no la pueden componer y reemplazar), no existe o no puede actuar más que mediante manifestaciones breves y fortuitas. Es preciso añadir -esto es bastante importante- que los tesoros que ilumina a los ojos de nuestra mente, las ideas o las formas que nos produce a nosotros mismos están bien lejos de tener igual valor para las miradas extrañas.
Esos momentos -de un valor infinito, esos instantes que dan una especie de dignidad universal a las relaciones y a las intuiciones que engendran, son no menos fecundos en valores ilusorios o incomunicables. Lo que vale solo para nosotros no vale nada. Es la ley de la Literatura. Esos estados sublimes son en realidad ausencias en las que se encuentran maravillas naturales que solamente se hallan allí, pero tales maravillas son siempre impuras, quiero decir mezcladas con cosas viles o vanas, insignificantes o incapaces de resistir la luz exterior, o si no imposibles de retener, de conservar. En el resplandor de la exaltaci6n no es oro todo lo que reluce.

En suma, ciertos instantes nos descubren profundidades en las que reside lo mejor de nosotros mismos, pero en parcelas introducidas en una materia informe, en fragmentos de figura rara o burda. Hay pues que separar esos elementos de metal noble de la masa y preocuparse por fundirlos juntos y dar forma a alguna Joya.
Si nos entretuviéramos en desarrollar con rigor la doctrina de la inspiraci6n pura, deduciríamos consecuencias bien extrañas. Por ejemplo, encontraríamos necesariamente que ese poeta que se limita a transmitir lo que recibe, a entregar a desconocidos lo que retiene de lo desconocido, no tiene ninguna necesidad de comprender lo que escribe bajo el misterioso dictado. No actúa sobre ese poema del que él no es la fuente. Puede ser completamente ajeno a lo que fluye a través suyo. Esta consecuencia inevitable me hace pensar en lo que, antaño, era creencia general sobre el tema de la posesión diabólica. Leemos en los documentos de otro tiempo que relatan los interrogatorios en materia de brujería, que con frecuencia se convenció a personas de estar habitadas por el demonio, y se las condenó sobre esa base por, siendo ignorantes e incultas, haber discutido, argumentado y blasfemado durante sus crisis en griego, en latín e incluso en hebreo ante los horrorizados inquisidores (no era latín sin lágrimas, pienso).

¿Es eso lo que se le exige al poeta? Sin duda, una emoción caracterizada por la potencia expresiva espontánea que desencadena la esencia de la poesía. Pero la tarea del poeta no puede consistir en contentarse con experimentarla. Esas expresiones, salidas de la emoción, sólo son puras accidentalmente, llevan consigo muchas escorias, contienen cantidad de defectos cuyo efecto sería obstaculizar el desarrollo poético e interrumpir la resonancia prolongada que finalmente se trata de provocar en un alma extraña. Pues el deseo del poeta, si el poeta apunta a lo más elevado de su arte, no puede ser otro que introducir algún alma extraña en la divina duración de su vida armónica, durante la cual se componen y se miden todas las formas y durante la cual se intercambian las respuestas de todas sus potencias sensitivas y rítmicas.

Pero es al lector a quien corresponde y a quien está destinada la inspiración, lo mismo que corresponde al poeta hacer pensar, hacer creer, hacer lo necesario para que solamente podamos atribuir a los dioses una obra demasiado perfecta o demasiado conmovedora para salir de las inseguras manos de un hombre. Precisamente el objeto mismo del arte y el principio de sus artificios es comunicar la impresión de un estado ideal en el que el hombre que lo lograra sería capaz de producir espontáneamente, sin esfuerzo, sin debilidad, una expresión magnífica y maravillosamente ordenada de su naturaleza y de nuestros destinos


(traducción: Javier Sologuren Moreno)

Javier Sologuren

VASSILY KANDINSKY




LA OBRA DE ARTE Y EL ARTISTA

(De lo espiritual en el arte)

El artista crea misteriosamente la verdadera obra de arte por vía mística. Separada de él, adquiere vida propia y se convierte en algo personal, un ente independiente que respira de modo individual y que posee una vida material real. No es un fenómeno indiferente y casual que permanezca inerte en el mundo espiritual, sino que es un ente en posesión de fuerzas activas y creativas. La obra artística vive y actúa, participa en la creación de la atmósfera espiritual. Sólo desde este punto de vista interior puede discutirse si la obra es buena o mala. Si su forma resulta mala o demasiado débil, es que es mala o débil para provocar vibraciones anímicas puras. Por otra parte, un cuadro no es bueno porque la exactitud de sus valores (los valeurs inevitables de los franceses), o porque esté casi científicamente dividido entre frío y calor, sino porque posee una vida interior completa. Un buen dibujo es aquel en el que no puede alterarse nada en absoluto sin destruir su vida interior, con independencia de que esté en contradicción con la anatomía, la botánica o cualquier otra ciencia. No se trata de que el artista contravenga cierta forma externa (por lo tanto casual) sino de que necesite o no esa forma tal como existe exteriormente. De igual modo han de utilizarse los colores, no porque existan o no en la naturaleza con ese matiz, sino porque ese tono sea o no necesario para el cuadro. En pocas palabras: el artista no sólo puede sino que debe utilizar las formas del modo que sea necesario para sus fines. Ni son necesarias la anatomía u otras ciencias, ni la negación por principio de éstas, sólo es necesaria la libertad sin trabas del artista para escoger sus medios. Esta necesidad supone el derecho a la libertad absoluta, que sería criminal desde el momento en que no descansara sobre la necesidad. Artísticamente, el derecho a esa libertad corresponde al citado plano interior moral. En todos los aspectos de la vida (y por lo tanto también en el arte) es un objetivo puro. Someterse sin objeto a los hechos científicos nunca es tan nocivo como negarlos sin sentido. En el primero de los casos aparece la imitación (material), útil para algunos fines específicos. En el segundo el resultado es una mentira artística que, como todo pecado, tiene muchas y malas consecuencias. El primer caso deja un vacío en la atmósfera moral, la petrifica. El segundo la envenena.

La pintura es un arte, y el arte en conjunto no significa una creación inútil de objetos que se desvanecen en el vacío, sino una fuerza útil para el desarrollo y la sensibilización del alma humana que apoya el movimiento del mencionado triángulo espiritual. El arte es el lenguaje que habla al alma de las cosas que para ella significan el pan cotidiano, y que sólo puede obtener en esta forma.
Si el arte se sustrajera a esta obligación dejaría un espacio vacío, ya que no existe ningún poder que pueda sustituirlo. En el momento en que el alma humana viva una vida más intensa, el arte revivirá, ya que el alma y el arte están en una relación recíproca de efecto y perfección. En las épocas en que las ideas materialistas, el ateísmo y los afanes puramente prácticos consecuencia de ellos, adormecen a un alma abandonada, surge la opinión de que el arte puro no ha sido dado al hombre para ningún fin especial, sino que es gratuito; que el arte existe sólo por el arte. El lazo que une el arte y el alma permanece como anestesiado. Sin embargo, esta situación no tarda en ser vengada: el artista y el espectador (que dialogan con el lenguaje del espíritu) ya no se comprenden, y éste último vuelve la espalda al primero o le considera como un ilusionista cuya habilidad y capacidad de invención admira.
En primer lugar, el artista debe intentar transformar la situación reconociendo su deber frente al arte y frente a sí mismo, dejar de considerarse como señor de la situación, y hacerlo como servidor de designios más altos con unos deberes precisos, grandes y sagrados. El artista tiene que educarse y ahondar en su propia alma, cuidándola y desarrollándola para que su talento externo tenga algo que vestir y no sea, como el guante perdido de una mano desconocida, un simulacro de mano, sin sentido y vacía.
El artista ha de tener algo que decir, pues su deber no es dominar la forma sino adecuarla a un contenido. El artista no es un ser privilegiado en la. vida, no tiene derecho a vivir sin deberes, está obligado a un trabajo pesado que a veces llega a convertirse en su cruz. No puede ignorar que cualquiera de sus actos, sentimientos o pensamientos constituyen la frágil, intocable, pero fuerte materia de sus obras, y que por ello no es tan libre en la vida como en el arte.

El artista, comparado con el que no lo es, tiene tres responsabilidades: 1° ha de restituir el talento que le ha sido dado; 2° sus actos, pensamientos y sentimientos, como los de los otros hombres, conforman la atmósfera espiritual, la aclaran o la envenenan; 3° sus actos, pensamientos y sentimientos, que son el material de sus creaciones, contribuyen a su vez a esa atmósfera espiritual.
Si el artista es el sacerdote de la belleza, ésta debe buscarse según el mencionado principio de su valor interior. La belleza sólo se puede medir por el rasero de la grandeza y de la necesidad interior, que tan buenos servicios nos ha prestado hasta aquí.
Es bello lo que brota de la necesidad anímica interior. Bello será lo que sea interiormente bello

EZRA POUND



El ARTE DE LA POESÍA (fragmento)

Constantemente repito que se necesitaron dos siglos de Provenza y uno de Toscana para desarrollar los instrumentos que utilizó Dante en su obra maestra, y que fueron necesarios los latinistas del Renacimiento y la Pléyade, además del lenguaje colorido de su propia época, para preparar los instrumentos de Shakespeare. Es de enorme importancia que se escriba gran poesía, pero no importa en absoluto quién la escriba.
Si algo se expresó de una manera definitiva en la Atlántida o en la Arcadia, en el año 450 a. c., o en el 1290 de nuestra era, no nos toca a los modernos decirlo de nuevo ni empañar la memoria de los muertos diciendo lo mismo pero con menos habilidad y convicción.
En cada época uno o dos genios descubren algo y lo expresan. Puede estar solo en una o dos líneas, o en alguna cualidad de una cadencia, y después veinte o doscientos o dos mil o más seguidores repiten y diluyen y modifican.
La gran literatura es sencillamente idioma cargado de significado hasta el máximo de sus posibilidades. Tal como en medicina existen el arte de diagnosticar y el arte de curar, también en las artes, y en las artes particulares de la poesía … existe el arte de diagnosticar y el de curar. Uno persigue el culto de la fealdad y el otro el culto de la belleza.
La mayoría de los llamados poetas mayores han regalado su propio don, pero el término de “mayor” es más bien un regalo que les hace Cronos a ellos. Quiero decir que han nacido justamente a su hora y que les fue dado amontonar y arreglar y armonizar los resultados de los trabajos de muchos hombres.
En el verso algo le ha sucedido a la inteligencia. En la prosa la inteligencia ha encontrado un objeto para sus observaciones. El hecho poético preexiste.
Los artistas son las antenas de la raza. … digamos que los escritores de un país son los voltímetros y los manómetros de la vida intelectual de la nación. Son los instrumentos registradores, y si falsifican sus informes no hay límite al daño que pueden causar. El mal arte es un arte inexacto. Es arte que rinde informes falsos.
Toda crítica debería ser admitidamente personal. Al final de cuentas el crítico sólo puede decir “me gusta” o “me conmueve”, o algo por el estilo. Cuando se nos ha mostrado a sí mismo, podemos comprender lo que quiere decir. Todo crítico debería dar información acerca de las fuentes y límites de su conocimiento.
Sugiero mandar al diablo a cuanto crítico emplee términos generales vagos. No sólo a los que usan términos vagos por ser demasiado ignorantes para tener algo que decir, sino también a los críticos que emplean términos vagos para ocultar lo que quieren decir, y a todos los críticos que emplean los términos tan vagamente que el lector puede creer que está de acuerdo con ellos o que asiente a sus afirmaciones cuando de hecho no es así.
Haz que un hombre te diga antes que nada y en especial qué escritores piensa que son buenos escritores; después se pueden escuchar sus explicaciones.
La única crítica realmente viciada es la crítica académica de los que hacen la gran renuncia, que se niegan a decir lo que piensan, si es que piensan, y que citan las opiniones aceptadas… Su traición a la gran obra del pasado es tan grande como la del falso artista del presente. Si no les importa lo suficiente la herencia como para tener convicciones personales, no tienen derecho a escribir.
No hagas caso de la crítica de quienes nunca hayan escrito una obra notable.
Usar tres páginas para no decir nada no es estilo, en el sentido serio de la palabra.
No repitas en versos mediocres lo que ya se haya dicho en buena prosa. No creas que se puede engañar a una persona inteligente esquivando las dificultades del inefablemente difícil arte de la buena prosa mediante el artilugio de fraccionar la composición en versos.
Lo que hoy aburre al entendido aburrirá al público mañana.
Déjate influir por cuantos grandes artistas sea posible, pero ten la decencia de reconocer plenamente la deuda o, si no, trata de ocultarla. Que el aprendiz se llene la cabeza con las mejores cadencias que pueda descubrir, preferiblemente en un idioma extranjero, para que el significado de las palabras tenga menos posibilidades de distraer su atención del movimiento del verso.
No te imagines que algo “saldrá bien” en verso sólo porque resulta pesado en prosa. La poesía es un centauro. La facultad pensante, estructuradora y aclaradora de las palabras debe moverse y saltar con las facultades energizantes, sensitivas y musicales. Es precisamente la dificultad de esta existencia anfibia lo que mantiene bajo el número de buenos poetas de quienes se tiene noticia.
Es cierto que la mayoría de la gente poetiza más o menos, entre los diecisiete y los veintitrés años. Las emociones son nuevas, y para su dueño, interesantes y no hay mucha personalidad o mente que mover. Conforme el hombre, conforme su mente, se vuelve una máquina más y más pesada, una estructura cada vez más complicada, necesita de un voltaje cada vez mayor de energía emotiva para adquirir un movimiento armónico… En el caso de Guido, su obra más fuerte se da a los cincuenta. La poesía más importante la han escrito hombres de más de treinta.
Citando mal a Confucio, se podría decir: No importa que el autor quiera el bien de la raza o que actúe simplemente por vanidad personal. El resultado se produce mecánicamente. En la medida en que su obra es exacta, es decir, fiel a la conciencia humana y a la naturaleza del hombre, en la medida en que formula con exactitud el deseo, será duradera y será “útil”, quiero decir que mantiene la claridad y precisión del pensamiento, no sólo para el beneficio de algunos diletantes y “amantes de la literatura”, sino que mantiene la salud del pensamiento fuera de los círculos literarios y en una existencia no literaria, en la vida general comunal e individual.

viernes, 14 de diciembre de 2012

ROLAND BARTHES



FRAGMENTOS DE UN DISCURSO AMOROSO

La Conversación.

El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras a guisa de dedos, o dedos en la punta de mis palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo. La emoción proviene de un doble contacto: por una parte, toda una actividad discursiva viene a realzar discretamente, indirectamente, un significado único, que es “yo te deseo”, y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace estallar (el lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte, envuelvo al otro en mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso acerca de estos mimos, me desvivo por hacer durar el comentario al que someto la relación.


Novela/drama.

Los acontecimientos de la vida amorosa son tan fútiles que no acceden a la escritura sino a través de un inmenso esfuerzo: uno se desalienta de escribir lo que, al escribirse, denuncia su propia chatura: “Encontré a X en compañía de Y”, “Hoy, X no me ha telefoneado”, “X estaba de mal humor”, etc.; ¿quién reconocería en esto una historia? El acontecimiento, ínfimo, no existe más que a través de su repercusión, enorme: Diario de mis repercusiones (de mis heridas, de mis alegrías, de mis interpretaciones, de mis razones, de mis veleidades): ¿quién comprendería algo en él? Sólo el Otro podría escribir mi novela.



El mundo atónito.

 “Espero un llamado telefónico y esta espera me angustia más que de costumbre. Intento hacer algo y no lo logro. Me paseo en mi habitación: todos los objetos –cuya familiaridad habitualmente me reconforta-, los techos grises, los ruidos de la ciudad, todo me parece inerte, aislado, atónito como un astro desierto, como una Naturaleza que el hombre no hubiera jamás habitado”.


La escritura

Saber que no se escribe para el otro, saber que esas cosas que voy a escribir no me harán jamás amar por quien amo, saber que la escritura no compensa nada, no sublima nada, que es precisamente ahí donde no estás: tal es el comienzo de la escritura.



El Buque Fantasma.

ERRABUNDEO. Aunque todo amor sea vivido como único y aunque el sujeto rechace la idea de repetirlo más tarde en otra parte, sorprende a veces en él una suerte de difusión del deseo amoroso; comprende entonces que está condenado a errar hasta la muerte, de amor en amor.

1. ¿Cómo terminar un amor? -¿Cómo, entonces termina? En suma, nadie –salvo los otros- sabe nunca nada de eso; una especie de inocencia oculta el fin de esta cosa concebida, afirmada, vivida según la eternidad. Sea lo que fuere del objeto amado, que desaparezca o pase a la región Amistad, de todas maneras, no lo veo desvanecerse: el amor que ha terminado se aleja hacia otro mundo a la manera de un navío espacial que cese de parpadear: el ser amado resonaba como un clamor y helo aquí de golpe apagado (el otro no desaparece jamás cuándo y cómo se lo espera). Este fenómeno resulta de una limitación del discurso amoroso: no puedo yo mismo (sujeto enamorado) construir hasta el fin mi historia de amor: no soy su poeta (el recitador) más que para el comienzo; el fin de esta historia, exactamente igual que mi propia muerte, pertenece a los otros; a ellos corresponde escribir la novela, relato exterior, mítico.

2. Actúo siempre –me obstino en actuar, por más que se me diga y sean cuales fueren mis propios desalientos-, como si el amor pudiera un día colmarme, como si el Soberano Bien fuera posible. De ahí esa curiosa dialéctica que hace suceder sin obstáculo el amor absoluto al amor absoluto, como si, a través del amor, accediera yo a otra lógica (donde el absoluto no estuviera obligado a ser único), a otro tiempo (de amor en amor, vivo instantes verticales), a otra música (ese sonido, sin memoria, separado de toda construcción, olvidado de lo que le precede y le sigue, ese sonido es en sí mismo musical). Busco, comienzo, pruebo, voy más lejos, corro, pero nunca sé que termino: del Ave Fénix no se dice que muere sino solamente que renace (¿puedo, pues, renacer sin morir?)


Identificaciones.

El sujeto se identifica dolorosamente con cualquier persona (o con cualquier personaje) que ocupe en la estructura amorosa la misma posición que él.

Devoro con la mirada toda trama amorosa y en ella descubro el lugar que sería mío si formara parte de ella.

Todo objeto tocado por el cuerpo del ser amado se vuelve parte de ese cuerpo y el sujeto se apega a él apasionadamente.


El Rapto.

En la imagen fascinante, lo que me impresiona (como si fuera ya un papel sensible) no es la suma de sus detalles sino tal o cual inflexión. Del otro, lo que llega bruscamente a tocarme (a raptarme) es la voz, la caída de los hombros, la esbeltez de su silueta, la tibieza de la mano, el sesgo de una sonrisa, etc. Desde ese momento ¿qué me importa la estética de la imagen? Algo viene a ajustarse exactamente a mi deseo (del que ignoro todo); no haré pues ninguna preferencia de estilo. El rasgo que me afecta se refiere a una partícula de práctica, al momento fugaz de una postura, en resumen a un esquema (es el cuerpo en movimiento, en situación, en vida).

¿Siempre visual, el cuadro? Puede ser sonoro, el marco puede ser lingual: puedo caer enamorado de una frase que se me dice: y no solamente porque me dice algo que viene a tocar mi deseo, sino a causa de su giro (de su círculo) sintáctico, que me llegará a habitar como un recuerdo.


El Exilio De Lo Imaginario.

En el duelo real, es la “prueba de realidad” lo que me muestra que el objeto amado ha cesado de existir. En el duelo amoroso, el objeto no está ni muerto ni distante. Soy yo quien decido que su imagen debe morir (y esta muerte llegaría tal vez hasta a escondérsela). Durante el tiempo de este duelo extraño, me será necesario pues sufrir dos desdichas contrarias: sufrir porque el otro esté presente (sin cesar, a pesar suyo, de herirme) y entristecerme porque esté muerto (tanto, al menos como lo amaba). Así me angustio (viejo hábito) por una llamada telefónica que no llega, pero debo decirme al mismo tiempo que ese silencio, de todas maneras, es inconsecuente, puesto que he decidido despreocuparme: pertenece solamente a la imagen amorosa de tener quien me telefonee; desaparecida esa imagen, el teléfono, suene o no, retoma su existencia fútil.
(¿El punto más sensible de este duelo no es que me hace perder un lenguaje, el lenguaje amoroso? Se acabaron los “Te amo”.)


(foto: Igor Morsky)